“¿Tú, también, Salvador?”. La detención en Los Ángeles del ex secretario (ministro) de Defensa de México, Salvador Cienfuegos, transformó la hipérbole atribuida al presidente Álvaro Obregón (1920-24) –”no hay general que resista un cañonazo de 50.000 pesos”– en el acta notarial de un país capturado por el narcotráfico desde que Richard Nixon decretara la guerra contra las drogas y el miembro de la agencia antidroga de Estados Unidos (DEA) Enrique Camarena fuera asesinado por el cartel de Guadalajara. Lo bochornoso del caso es que el general fue arrestado en EE.UU., con pruebas obtenidas en México, porque la Administración estadounidense no confía ni en las instituciones, ni en los cuerpos de seguridad, ni en la sinceridad de un vecino carcomido por la corrupción.
El daño reputacional causado a México por una detención sin precedentes es imaginable: ¿Qué servicio de inteligencia extranjero va a intercambiar información secreta con sus pares aztecas sobre delincuencia organizada si la comparten con delincuentes? ¿Qué fiabilidad tiene su combate contra el narcotráfico si los narcos compraron al hombre que dirigió el Ejército e informaba directamente al presidente? ¿Qué impacto tendrá la detención, sin previo aviso, en la interlocución con el Comando Sur y los ministros de Defensa de América Latina?
La prudencia de Andrés Manuel López Obrador mordiéndose la lengua es lógica teniendo en cuenta que mandos de las Fuerzas Armadas cercanos al gobernante ascendieron por recomendación de Cienfuegos, un militar tan recto e intachable como el antiguo jefe policial de México Genaro García Luna, preso en Nueva York, o el general Jesús Gutiérrez Rebollo, el de la película Traffic. Los tres fueron capturados con información de la DEA y no por las agencias de inteligencia locales, que algo debían saber; y si nada sabían, peor.
Percibido como baluarte de la decencia, sin méritos para ello, el Ejército mexicano aportó su cuota de jefes y oficiales a la mafia de políticos locales, policías municipales, judiciales, estatales y federales que brinda con los carteles por la buena marcha del negocio.
El antiamericanismo y las dudas sobre la detención del general son entendibles desde que EE.UU. arrebatara al vecino la mitad de su territorio, con la invasión consagrada en el Tratado Guadalupe Hidalgo (1848), y sumara al histórico despojo maltratos contemporáneos. Los excesos imperiales de la DEA son permitidos y denunciables, pero menos acuciantes que el baldeo del sistema y la generación de desarrollo económico y social en México, única herramienta válida contra el delito organizado.