En vacaciones, tengo una costumbre muy sencilla pero bastante simbólica para mí. El ritual empieza prendiendo una velita en mi escritorio, otra en el balcón y una más en un pebetero de la sala, al cual agrego tres o cuatro gotas de alguna esencia que no embadurne, sea sutil y aromática. Regreso a mi estudio, cierro los ojos, doy gracias por los libros, muy especialmente por los de mi biblioteca, por estar dispuestos a acompañarme, por las presencias que siguen diciendo lo que tienen que decir. Luego, hago un somero inventario de las historias leídas, me dejo llevar por aquellas que mi imaginación trae sin ningún esfuerzo, las revivo hasta que se van disolviendo. Celebro el oficio del silencio.
Apenas mi memoria deja de recordar, me levanto, leo algunos lomos con mis ojos y mis dedos y elijo uno gordo, dispuesto a estar conmigo no menos de ocho días. La elección depende de asuntos sencillos: un buen recuerdo, una deuda pendiente, la intuición de que ese libro es el que debo leer o releer justo ahora. De esa forma, he podido leer obras largas que muchas veces en el día a día no es posible abarcar del todo, o se avanza poco y el efecto de la inmersión, de pasar el mayor tiempo con ellas se hace complejo. En cambio, cuando convivimos con un clásico, ocho o diez días intensos, el efecto siempre es memorable. Uno hace parte del entramado, es un personaje que al cerrar las páginas se despide con cariño o tristeza. Y ese instante se vuelve precioso para la memoria. Es maravilloso cómo se puede recordar la historia y lo que se hizo a la par, la gente que nos acompañó, los lugares del libro y los recorridos propios, todo eso aviva una novela, nos habla del papel que cumplimos como lectores y del alimento particular que le damos nosotros a lo que otro ser humano escribió. Una novela está hecha de alguien que la escribió y de alguien que la vivió.
La primera novela de este año, la que surgió de mi sencillo ritual, la que estoy a punto de volver a cerrar, es una novela que nunca decepciona y hoy, más que nunca, es pertinente: El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, un clásico que reconcilia con la vida, no porque diga cosas lindas e inocentes; al contrario, la envidia y la traición nos marcan el punto de partida. Sin embargo, en la medida en que avanza, entendemos de qué está hecho el Ser Humano y lo valioso y complejo que es. Un libro es un ritual, e iniciar el año así me encanta