Ya no recuerdo dónde leí o en qué película fue que uno de los personajes se salva de morir porque la bala no pudo entrar en su corazón. ¿La razón? Tenía guardado en el bolsillo de la camisa nada más y nada menos que un libro, uno gordito empastado en cuero que espantó la muerte. Siempre he creído que un libro puede salvarnos de muchas maneras, pero no deja de parecerme curioso que también nos salve la vida de forma literal.
En la novela de Jhumpa Lahiri, El buen nombre, también nos encontramos con una historia similar. Ashoke es un bengalí al que le gusta leer mientras camina y de niño se leyó todo Dickens, Graham Greene, Somerset Maugham y, muy especialmente, los autores rusos, porque, como le decía su abuelo, un profesor de literatura en la Universidad de Calcuta: “Lee a los rusos, y cuando los acabes a todos, reléelos; ellos nunca te fallarán”. Un día, y en vista de que su abuelo ha quedado ciego y quiere que Ashoke herede sus libros, toma el tren para visitarlo. El único libro que lleva en la maleta, casi vacía, es uno de relatos de Nikolái Gógol.
Mientras todos duermen en el tren, Ashoke no puede parar de leer. Son las dos y media de la madrugada cuando la locomotora y siete vagones se descarrilan. El desastre es inminente. Ashoke recuerda todavía los gritos, los rescatistas que preguntan si hay alguien con vida entre el amasijo de hierros. Recuerda que intenta responder, pero de su boca no sale más que un débil murmullo. Recuerda haber pensado que ese día moriría; sin embargo, cuando uno de los rastreadores ilumina con su linterna, Ashoke tiene tiempo de levantar la mano, una mano que aún sujeta con fuerza una página de “El capote”, de Gógol. Es entonces cuando alguien grita: “¡Un momento! El que está al lado del libro. He visto que se movía”. Un libro, una vez más, salva a alguien.
Y aquí, digamos, es el inicio de esta esta historia, una que nos lleva por la búsqueda de identidad de cada uno de los protagonistas; una que nos muestra la importancia de sentirnos cómodos en el simple acto de ser nombrados. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué tanta importancia le damos a eso? Para las familias bengalíes, por ejemplo, los nombres son sagrados, inviolables. No pueden heredarse ni compartirse. Para muchos, ponerle un nombre al hijo es una responsabilidad enorme, ¿qué tal que no le guste?, dice alguien en la novela. “El nombre perfecto no existe”, dice Gógol, el hijo de Ashoke, quien carga con esta “gratitud” y con el deseo de sentirse más cómodo con él mismo. “Gógol será el autor favorito de su padre, no el suyo”, dice quien carga con el conflicto del nombre. De esta forma nos adentramos en una historia bellísima donde los acontecimientos de la vida son los que nos ayudan a determinar quiénes somos