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Un loco, un idiota y un miserable

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Por Enric González

redaccion@elcolombiano.com.co

Hablemos de un loco, de un idiota y de un miserable.

Barry Goldwater (1909-1998) fue un hombre peculiar. En 1964 ganó la nominación republicana e intentó llegar a la Casa Blanca, pero Lyndon Johnson le destruyó en las urnas. Su fracaso se debió, en parte, a la brutalidad verbal. Tres años antes, Goldwater había dicho que Estados Unidos sería un país mejor si se pudiera “cortar la Costa Este y abandonarla flotando en el mar”, cosa que probablemente no apreciaron los votantes de la Costa Este. También había propuesto colocar una bomba en los baños del Kremlin y utilizar profusamente bombas nucleares en Vietnam. Y descalificaba una y otra vez al expresidente Dwight Eisenhower, tótem republicano y héroe nacional. Su nombre quedó asociado al extremismo y al anticomunismo obsesivo.

Sin embargo, Goldwater no era tonto. Advirtió, por ejemplo, el peligro que entrañaba la “caza de brujas” anticomunista del senador Joseph McCarthy y se enfrentó a él en 1954. Y no se opuso al programa de derechos civiles, aunque proclamara que el Gobierno federal vulneraba con él los derechos de los Estados racistas. Estableció el núcleo de la revolución neoconservadora que triunfó en 1980 con Ronald Reagan. La política estadounidense de hoy no se entiende sin considerar la herencia de Barry Goldwater.

Con los años se hizo ecologista y militó en defensa de los homosexuales. Goldwater fue siempre un heterodoxo. Quienes participaron en su fallida campaña electoral de 1964 (toda la familia Bush o el propio Ronald Reagan, por citar algunos ejemplos) descartaron el folclor oratorio del candidato y absorbieron sus ideas fundamentales: limitación del poder federal, impuestos bajos y diplomacia agresiva. Con Goldwater ya retirado, los republicanos se hicieron fanáticos de Goldwater.

Uno de sus más conspicuos defensores es John Bolton, un hombre que rechaza el calificativo “neocon” y se proclama “libertario al estilo de Goldwater”. La lectura de “La habitación donde sucedió”, el larguísimo memorial de agravios en el que Bolton refiere su breve paso como consejero de Seguridad Nacional (de marzo de 2018 a septiembre de 2019) en la Casa Blanca de Donald Trump, requiere un estómago sólido.

De Bolton, antiguo número dos de la Fiscalía General (con Reagan), antiguo número dos del Departamento de Estado (con Bush padre) y antiguo embajador estadounidense ante las Naciones Unidas (con Bush hijo) se conocían el lenguaje intimidatorio, la devoción por el peloteo a los jefes y el maltrato habitual a los subordinados. También se conocía su incapacidad para admitir el más mínimo error. A día de hoy, sigue proclamando que la invasión de Irak en 2003 (de la que fue uno de los arquitectos) constituyó “un gran éxito”.

En “La habitación donde sucedió”, página a página, y son muchas páginas, se hacen patentes tanto la absoluta incompetencia y la inestabilidad mental de Donald Trump, objetivo del libro, como el servilismo y la duplicidad del propio Bolton. Se trata de una exhibición impúdica. Asombra el desparpajo con que Bolton atribuye a otros sus propios fracasos y la conformidad con que trabaja para un presidente fascinado por los dictadores, obsesionado por conseguir la reelección a cualquier precio e incapaz de mantener una idea en la cabeza durante más de unos minutos.

En ciertos pasajes, Bolton alcanza tales niveles de mezquindad que uno se ve casi forzado a simpatizar con Donald Trump, el idiota de esta historia. Y, por supuesto, uno simpatiza con Barry Goldwater: por más excéntrico y extremista que fuera, supo crear algo. No merecía un discípulo como Bolton.

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