El té estaba caliente. La habitación, polvorienta y opresiva. Y el talibán que estaba sentado frente a mí trató de matarme hace poco más de una década. Yo también había intentado matarlo.
Ambos recordamos bien esa mañana del 13 de febrero de 2010 en el distrito Marja, en la provincia de Helmand. Teníamos casi la misma edad: 22 años. Hacía mucho frío.
Abdul Rahim Gulab formaba parte de un grupo de talibanes que intentaban defender ese distrito de los miles de efectivos enviados. Aunque él no lo sabía cuando nos conocimos hace poco, yo pertenecía a la compañía de marines que sus combatientes atacaron entonces.
Tras la victoria de los insurgentes, Gulab, ahora comandante de alto rango, estaba sentado frente a mí en el cuartel del gobierno en Marja. Yo era su invitado, junto con dos de mis colegas del New York Times. Le dije que la lucha por Marja había sido importante para EE. UU. y que la mayoría no conocía la perspectiva de los talibanes.
Era 2010 y ellos volvían a convertirse en una poderosa fuerza militar. En Marja, los insurgentes cobraban tributo a los residentes, impartían una justicia cruel y expedita y se quedaban con una parte considerable de los ingresos de la amapola.
La operación Moshtarak, como se llamó el intento de 2010 de capturar el distrito, fue el primer fracaso del aumento de tropas del presidente Obama.
“Los cielos estaban llenos de helicópteros”, dijo Gulab. Apenas unas horas antes mi equipo de siete marines y yo habíamos aterrizado junto con otros 250 efectivos. Al salir el sol, Gulab reunió a sus combatientes. Por el altavoz de la mezquita resonó el mulá, fuerte y molesto. Los talibanes rezaron. Luego empezó el tiroteo.
“Fue una pelea muy difícil”, dijo. Estaba en lo correcto. Al final del día, un ingeniero marine estaba muerto y hubo varios heridos. Los insurgentes también sufrieron bajas.
Como la guerra terminó en agosto, los lugares donde combatí han vuelto a ser accesibles: territorios donde mis amigos murieron y yo vi los fallos militares de mi país. Ahora, como periodista del Times, quería volver para reportar lo que había cambiado y lo que no.
En noviembre, el trayecto en auto fue bastante sencillo. Las carreteras estaban transitadas por motocicletas y camiones cargados de algodón. El pavimento estaba estropeado por los cráteres de las bombas de los insurgentes. Puestos de avanzada abandonados estaban desperdigados por la autopista.
Algunas cosas habían cambiado. Había un camino pavimentado. Los canales estaban secos. Y la guerra había terminado. Ahora se realizaba la cosecha de algodón del otoño y se escuchaba el motor de los tractores y el parloteo de los peones, a pesar de que una sequía fulminante amenaza a muchos agricultores.
Casi al mismo tiempo que un tirador disparó una ráfaga contra mis compañeros, Gulab perdió a uno de sus combatientes, como si el péndulo de la violencia de ese día intentara balancearse. “Mis amigos disparaban a los extranjeros desde un jardín y uno murió”.
Él se unió a los talibanes en 2005, un año antes de que yo me uniera a los marines. Él acababa de perder a dos hermanos en la lucha, ambos talibanes. Yo crecí en los suburbios de Connecticut. Gulab creció en una zona aislada y montañosa de Helmand: “Yo quería unirme a los muyahidín”.
Para cuando aterricé en Marja, Gulab era un combatiente experimentado. Estaba a cargo de unos 60 efectivos y sabía cómo navegar las reglas de combate. Siempre que se acercaban soldados extranjeros, dijo Gulab, “lanzábamos nuestras armas y luego salíamos y les decíamos ‘hola’ y nos preguntaban: ‘¿dónde andan los talibanes?’; ‘no sabemos’”. “Los niños y la gente del pueblo recogían nuestras armas y las guardaban hasta que las recuperábamos”.
Usaban a los niños como vigías para identificar las patrullas. Lo mencionó casualmente, pero cuando empezamos a enterarnos de que niños ponían en riesgo la vida de nuestros amigos nos preguntamos —y debatimos— cuán lejos estaríamos dispuestos a llegar en una guerra que ya sabíamos que estábamos perdiendo.
Mientras Gulab relataba sus recuerdos, miré su rifle junto a mi brazo derecho. Una carabina estadounidense M4, muy parecida a la que yo había usado. Pero Gulab ya no era un enemigo. No peleaba una guerra que parecía no tener final. Yo tampoco. Él había ganado su guerra. Yo perdí la mía. “Estoy muy contento de que los extranjeros se fueran del país”. “No tenemos que matarlos y ellos no están matando a mis amigos”.
Quise decirle que yo había sido marine. Que había estado en Marja en 2010. Que lamentaba todo: la muerte innecesaria, la pérdida. Sus amigos. Mis amigos. Pero no dije nada. Me puse de pie, estreché su mano y sonreí. Y abandoné Marja