El pasado jueves –en localidad de Engativá-Bogotá–, durante las horas de la madrugada, el taxista con estudios de derecho e ingeniería aeronáutica Javier Ordóñez Bermúdez, salió de su apartamento con sus compañeros de distracción a comprar más licor para continuar una reunión en la que departían; al lugar, dado que ese proceder era contrario a los cuidados propios de la cuarentena, se hicieron presentes varios agentes de la policía quienes, luego de un intercambio de palabras con el hoy occiso, le aplicaron choques eléctricos con una pistola Táser para reducirlo. En ese estado lo trasladaron en una patrulla al CAI de Villa Luz donde –y el reconocimiento y la necropsia practicados al cuerpo revelan datos muy preocupantes– fue entregado exánime para morir, al parecer, camino a la Clínica Santa María del Lagoeste.
El hecho ha desatado gravísimos levantamientos en varias ciudades del país con decenas de muertos y heridos, destrucción de bienes públicos y privados que han puesto de nuevo en escena tanto la brutalidad policial como el accionar de los vándalos y delincuentes, coordinados por grupos armados al margen de la ley. Incluso, algunos que dicen ser “líderes de izquierda”, de forma desmedida y mediante encendidos discursos, azuzan a los revoltosos a quienes de forma pública les expresan que se trata de “una papallita que nos dieron”. Todo ello, adviértase, se suma a un escenario en el cual se observa violencia incontrolada por doquier que tiene como víctimas a líderes sociales, jóvenes, mujeres y niños, esto es, prójimos que solo quieren vivir en paz y con dignidad.
Incluso, el funesto hecho que originó la muerte del profesional mencionado es repetido e involucra a servidores públicos del mismo organismo; un cuerpo urgido de una reforma profunda para evitar que sus integrantes se conviertan en los verdugos de sus conciudadanos y, para el caso, mediante el uso de armas no convencionales, actos de tortura y salvajismo. Es más, y ello demuestra que se debe empezar por los seres humanos vinculados a esa institución, hay algo que preocupa: el proceder policial ya no solo se produce en espacios cerrados sino en los lugares públicos, ante los ojos de la comunidad, sin que a los indolentes autores les importe que los procedimientos sean filmados porque, igual, ellos continúan con su actividad enderezada a pisotear a las personas, demostrando así un irrespeto monumental por la vida de los seres humanos.
Como es obvio, toda muerte violenta de un ser humano es dolorosa y sobre todo si se trata de un profesional del derecho, máxime si los autores del crimen son agentes del Estado quienes imponen penas extrajudiciales y olvidan su sagrada misión constitucional encaminada a proteger la vida de los ciudadanos. Como es obvio, esto tiene que parar. No podemos seguir matándonos como salvajes; es necesario recuperar la legalidad y el Estado de Derecho. Actos como el atentado contra la vida que motiva esta reflexión y los que se han derivado del mismo, tienen que cesar para siempre y las acciones a adoptar deben ser concretas, oportunas y concluyentes; no se puede responder con más eufemismos ni investigaciones “exhaustivas”, que nunca se hacen y pocas veces permiten que el peso de la ley recaiga sobre los asesinos y verdugos.
Las víctimas y la colectividad reclaman justicia; las autoridades legalmente instituidas tienen que brindarles protección integral a sus ciudadanos. La convivencia pacífica se impone en estos momentos de tiranía, rabia y dolor. ¡Basta ya! Por eso, pues, hoy debe hacerse un urgente llamado a la cordura porque el país no puede seguir ahogándose en medio de la sangre derramada ni, por supuesto, teniéndose que lamentar de forma desgarrada como lo hizo un colega quien, al ver un video captado en el lugar de los hechos, señaló: Tuvo más altura moral el perro que ladraba quejumbroso que los gendarmes quienes así demostraron cómo cuidan la vida de los colombianos.