La trivialidad nos rodea. Desde la televisión a las tertulias, de las redes sociales a la música de moda, los mensajes unívocos llaman a la banalidad más absoluta. Nosotros mismos, los periodistas, acuciados por la necesidad de que ustedes nos proporcionen “clicks” en las versiones web de nuestros muy serios y muy reputados medios, nos dejamos llevar con demasiada facilidad por la superficialidad y rebotamos noticias intrascendentes sin apenas recorrido, a sabiendas de que bien amasadas y tituladas se convertirán en un caramelo en sus móviles.
Para empezar, atemorizados por la dictadura del laicismo, los creyentes católicos –que no los evangélicos– nos hemos dejado arrinconar hasta hacer de nuestras creencias algo semisecreto, como si tuviéramos que escondernos de nuevo en las catacumbas del ostracismo. La religión no debe ser un mero “asunto privado”. Aunque como católico (pésimo) defienda la separación entre Iglesia y Estado, eso no implica agachar la cabeza cuando la política ataca preceptos básicos de nuestra fe.
Lo mismo ocurre con el debate del medio ambiente, secuestrado por una izquierda a la que el campo siempre le ha olido rancio, a atraso y conservadurismo. Un ecologismo en manos de la histeria y de personajes que mejor harían en dejar de dar lecciones morales a los demás, muy propio del pensamiento totalitario. No solo me refiero a la niña Greta Thunberg, a quien habría que recodar que una infancia robada no es la suya sino la de millones de niñas obligadas a trabajar, a desposarse en matrimonios de conveniencia o víctimas de las guerras, la trata y la prostitución. Me refiero al pensamiento único, a quienes respaldan a los miles de Thunberg agoreros que crecen como setas. A ellos les digo que las infancias robadas son las de esos millones de niñas y niños. De los que nadie habla, por cierto, porque está muy mal visto criticar a según qué países y creencias.
Podría repasar decenas de asuntos sobre los que los reaccionarios de izquierda quieren imponernos una sola visión –el feminismo, la idea de que una mujer siempre será la mejor opción en caso de separación de una pareja que un hombre, las dictaduras buenas y malas, el sangrante concepto de “reparto de la riqueza” a costa de machacar el esfuerzo, el emprendimiento, el sacrificio, la meritocracia y el éxito, concepto que la acomplejada izquierda detesta... – pero quisiera pasar al meollo de la cuestión.
Y este es: nuestro sacrosanto derecho al voto libre y secreto. Un concepto trivializado también en estos tiempos de elecciones recurrentes y de legislaturas breves.
Les pondré un ejemplo que me queda muy a mano. Este domingo se celebran, de nuevo, elecciones generales en España. Como saben, llevamos tres en cuatro años, dos de ellas desde que los socialistas (con apoyo de la ultraizquierda y los separatistas) tumbaron el Gobierno conservador del PP. Y, de nuevo, todo apunta a que se repetirá el bloqueo. Pese al crecimiento del PP y la leve caída socialista, los dos espectros políticos se mantienen parejos. Muchos ciudadanos han abandonado el bipartidismo, lo que complica un escenario en el que ningún partido de centro-derecha o centro-izquierda quiere pactar para no perder posiciones ante los extremos en las siguientes elecciones. Los analistas baratos afirman que la culpa es de los partidos, que no logran ponerse de acuerdo, pero yo creo que en, segunda vuelta, caso de los comicios de este próximo domingo, la responsabilidad total es nuestra.
Porque un voto no es un “like” y que allá se las compongan los políticos. Los electores tenemos el deber de votar para facilitar gobiernos y generar mayorías capaces de legislar y afrontar, por tanto, los retos del presente y del futuro. Que son muchos, de hecho. La política no es un “show”, sino la ciencia más importante, pues atañe al interés general. No solo tenemos derechos, también deberes. Ejerzámoslos con altura.