Por Fernando Velásquez V.
Con el retiro esta semana del controvertido magistrado Ariel Salazar Ramírez, quien aprovechó sus últimas semanas de labor para entablar un diálogo epistolar con la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia mediante el cual desnudó graves episodios de desenfreno al interior, este organismo quedó literalmente desmembrado porque –según el reglamento– el quorum decisorio era de las dos terceras partes de los miembros de la corporación, esto es, dieciséis, y solo quedaban quince.
Tal estado de cosas se gestó porque, con la cantinela del “nuevo Derecho”, sus integrantes han creído tener todos los poderes públicos imaginables en cuya virtud –fuera de ser jueces– despachan como legisladores o funcionarios gubernamentales; por eso, pelean por cuotas burocráticas, prebendas, favores, turismo judicial, etc. En ese organismo, no se olvide, nació el odioso cartel de la toga cuyos estragos conocidos fueron tantos que los propios jueces modificaron el propio ordenamiento para suspender a algunos de ellos –quienes, por cierto, intervinieron en sus elecciones–, por estar incursos en conductas criminales propias de hampones, en un país donde la corrupción y la pérdida de valores no dan tregua.
Pero fuera de esos desteñidos escenarios se observan otros comportamientos que invitan a la necesaria reflexión: en plan de realizar un desdeñoso lavado de manos, en su carta de despedida del 22 de enero, el exmagistrado citado dijo: “no acepto tener culpa ni responsabilidad alguna” en la situación actual de la Corte; luego, el cuatro de febrero, sentenció: “es mejor dejar una Corte sin quorum que dejarla mal conformada”. Incluso, en misiva del 24 de febrero –cual Catón en Roma– señaló no haber estado nunca de acuerdo “con el vicioso sistema de acumular las vacantes como forma de presionar elección de recomendados”.
Ni cortos ni perezosos, los entonces integrantes supérstites de la Sala de Casación Penal respondieron a la primera epístola el día treinta de enero y, después de continuar con el rito propio de quienes también asean sus extremidades superiores en las épocas del coronavirus, se dirigieron a sus conmilitones para decirles que la única manera de “destrabar” el vergonzoso conflicto interno era que ellos accedieran al nombramiento de sus tres anodinos candidatos, que durante meses quisieron imponer a como diera lugar (obsérvese: ¡se desarrollaron casi cuarenta salas irreglamentarias sin cambiarlos!).
Por supuesto, para sorpresa, esos mismos “honorables” que entonces peleaban como verduleras en plaza de mercado, el mismo día en que se producía la anterior comunicación, sí fueron capaces de escoger –después de aceptar una inconstitucional terna de paja enviada por quien despacha como presidente de la República– al nuevo fiscal general quien no ha podido empezar su gestión porque, luego de su maratónica procesión de negociaciones para ser ungido como tal, ahora se ocupa en atender los requerimientos de sus promotores y no al estudio del derecho penal. Pero la verdadera estocada al Estado de Derecho se gestaría este viernes cuando, violando de forma farota el reglamento, ellos mismos eligieron a siete integrantes más. ¡Do ut des es el lema latino que allí impera!
Desde luego, en ese contexto cabe preguntar: ¿cómo fue posible que, de forma tan fácil y en medio de las deslucidas disputas citadas, todos los togados se pusieran de acuerdo para elegir a un fiscal sin las calidades constitucionales requeridas; y, añádase, cómo pudieron sin quorum seleccionar a los magistrados restantes? Es más: ¿Quién va a responder por la grave debacle de la Administración de Justicia propiciada por esas escandalosas elecciones? Así las cosas, la verdadera Justicia no advendrá y –en lugar de amorosos cultores de la verdad, el servicio y la legalidad– reinarán quienes tienen el alma empotrada en el envanecimiento, los dislates y las luchas por el poder.
El panorama, pues, es umbroso porque con funcionarios judiciales sin requisitos para serlo, que tampoco tienen la preparación académica idónea para ello y –para colmo– no respetan la ley, es imposible prestar ese imprescindible servicio público.