Con el mercurio de los termómetros bailando flamenco del calor que achicharra media España, la mayoría de la población emprende el éxodo hacia las costas con la incertidumbre en la maleta. Entre bikinis y sombrillas, todo el que puede huye hacia climas más benignos por debajo de los 40 grados que han azotado esta semana Madrid o Sevilla.
Por pura supervivencia, después de casi cinco meses de trabajo frenético en las redacciones de todos los medios para tenerles a ustedes bien informados ante la primera pandemia realmente global, he decidido largarme a Andalucía. A las costas de Huelva, más concretamente, a las costas de Ayamonte. Hay allí la última reserva playera medio virgen de Europa. Arenales inmensos que se extienden por kilómetros en el litoral, fronterizo con el sur portugués.
La elección no es fruto del azar. Andalucía es una de las regiones españolas con menos contagios y una de las que mejor está afrontando la vuelta a la normalidad. Las medidas de precaución son extremas y no solo hay que llevar mascarilla por la calle sino también en ascensores o en las playas, donde los accesos están delimitados escrupulosamente para que no coincidan los que entran y los que salen. Por supuesto, tanto para bañarse como para tomar el sol está permitido despojarse del tapabocas, lo que aún permite cierta sensación de relax que los niños agradecen especialmente después de la tensión de los meses precedentes.
Igualmente, las cervecitas y las sangrías en los chiringuitos playeros corren sin freno como antaño sin mascarillas entre los clientes. Sin embargo, no están permitidos los juegos en la orilla, para impedir aglomeraciones, ni los paseos junto al agua sin bozal. Todo muy pulcro y estudiado. Pese a la mala fama anárquica que tenemos los españoles, la gente es cumplidora al 95%, un porcentaje elevadísimo.
El problema ahora son los jóvenes, que han cogido la costumbre de llevar la mascarilla de babero, y comienzan a hacer botellones descontrolados que son origen de pequeños brotes por doquier.
El otro problema, sobre el que parece que los gobiernos no acaban de tomar conciencia, es que las medidas tienen que ser estrictas en todo el mundo si queremos retomar poco a poco la actividad. Volver a volar, a viajar a otros países, a hacer negocios fuera, realizar ferias, abrir los puertos de par en par y dejarnos de tantas restricciones. Es tan fácil como extremar las medidas en todo el planeta. Digo esto porque, estando tan cerca de Portugal, me hice el otro día una escapadita a la hermosa villa de Tavira, en el Algarve luso, aprovechando que se encuentra a tiro de media hora. Se trataba más de pulsar la situación en el país vecino que de una excursión. Habitualmente atestada de británicos, por las calles de Tavira sólo una mínima porción, la mayoría españoles, llevábamos la mascarilla. Ni portugueses ni los pocos ingleses la llevaban más que de codera. Un despropósito.
Sin una acción cooordinada en todo el mundo dará igual lo que hagamos a pequeña escala porque tendremos que volvernos a confinar más temprano que tarde en cuanto retomemos la actividad previa al estallido. En una cuestión de sentido común. Y mientras no hagamos eso, ninguna economía saldrá adelante. Así que señores de la ONU y de la OMS: urge ya una cumbre global para determinar las medidas obligatorias a escala planetaria. Los países que no las cumplan deberían cerrarse. Dejémonos de pamplinas.