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Juliana Velásquez Rodríguez
Columnista

Juliana Velásquez Rodríguez

Publicado

Una declaración de dolor

Por Juliana Velásquez Rodriguez. - JuntasSomosMasMed@gmail.com

Soy de la generación que no ha vivido un día de su vida en paz. Soy la niña que evacuó su colegio, que lloró parientes secuestrados y asesinados, que vio su casa en escombros un par de veces y que siempre contará hasta 3 cuando se va la luz esperando la bomba. Soy la joven que se aprende las placas de los carros y motos alrededor, que normalizó el cuidado excesivo. Soy la joven que admiró a sus adultos por valientes, pero por una valentía con la que nadie debería vivir. Aquella que permitía vivir en violencia. Soy la joven universitaria, como muchos, que vivió la esperanza hermosa de un país, no en paz, pero sí con seguridad y la ilusión de procesos de reinserción con grupos violentos que nos han quitado a todos vidas queridas. Soy la mujer que saluda a sus soldados siempre, con plena y absoluta admiración. Con el amor y gratitud de aquella que ha confiado su vida a nuestras fuerzas militares, las mismas que la han protegido con amor y entrega, como a todos los colombianos. Soy la colombiana que tiene problemas entendiendo cómo se politizó un proceso de paz turbio, manipulando anhelos de la paz esquiva en donde el protagonista no fue el fin del conflicto, sino un ego terco que como un huracán se llevó la opinión popular de frente y sin pena. Soy de la generación que no es capaz de comunicar con palabras acertadas a generaciones jóvenes la importancia de valorar una paz soñada. Soy la mujer que entiende el control como la única manera de vivir, pues soltar el control significa para mi generación, un peligro de muerte. Soy la mujer que ha visto a los ojos a las bases combatientes de grupos terroristas, ojos que no tienen inclinación política, que un día son guerrilleros y al otro paramilitares, pues de niños los arrebataron de sus familias, los violentaron, violaron y les quitaron la vida de sus ojos. Son, y somos, ojos que han visto la violencia todos los días. Una violencia que nunca ha dependido de quienes la sufrimos, incluidos las bases combatientes. Una violencia rentable y política. Una violencia sostenida por manos insolentes. Una violencia resentida. Una violencia impuesta.

Por eso hoy, cuando asesinan sin piedad y con ojos tolerantes a nuestras fuerzas militares, cuando la situación del Bajo Cauca no cede, cuando leemos con dolor físico declaraciones moralistas en redes sociales de quienes han matado a nuestros colombianos, siento la triste necesidad de escribir sobre ese manto oscuro que nos cobija desde que nacimos. Y es que la violencia no sólo nos deja un trauma tatuado en nuestras almas colombianas. La violencia frena el desarrollo de nuestro país, le arrebata a nuestros niños el derecho a la educación, aísla el campo colombiano, quiebra negocios honestos, aleja al turismo dinamizador de nuestra economía, nos entorpece el ejercicio democrático y marchita el honor del servicio público. Las cifras son aterradoras y mejor sería no escribirlas si no fuera necesario: aumento del secuestro un 96%, disminución de la incautación de cocaína un 40%, aumento de las extorsiones un 19%, y van 37 líderes sociales asesinados en 2023.

Colombia sería, de manera literal y no arrogante, el país de los sueños sin esta violencia mezquina. Podríamos ser la despensa agrícola del mundo, un destino turístico enriquecedor de nuestros territorios, un centro de encuentro del continente y un hilo conductor con el mundo. Tenemos todo, salvo una cosa: el derecho a decidir terminar con la violencia en Colombia. La violencia es y ha sido una decisión de pocos.

Y el resto, informados o desinformados, tomamos partido de quien ofrece seguridad o esperanza. Los colombianos no podemos decidir acabar con la violencia en nuestro país porque la violencia se convirtió en una herramienta política que alimenta el ego, los bolsillos y el poder de pocos. Nuestra única herramienta como sociedad es entender que la violencia es un dolor común, no un discurso partidista. Es concluir, de manera unánime, que la violencia se alimenta de pobreza, de corrupción, de narcotráfico y del miedo que nos corre por las venas. “La violencia es el último recurso del incompetente” dice Isaac Asimov. Por eso, esto no es una columna que plantee soluciones a la violencia pues no las tengo, o acuse al gobierno de turno de incrementarla (aunque un poco sí). Es una declaración de dolor y una súplica para que nos devuelvan el derecho a terminarla, de parte de una optimista irremediable.

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