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Una grave condena internacional

Por Fernando Velásquez V.

fernandovelasquez55@gmail.com

Se conoció esta semana la sentencia emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado colombiano, el pasado 26 de agosto, por los comportamientos de secuestro, tortura y violación sexual de que fuera víctima la periodista Jineth Bedoya Lima con ocasión del cabal ejercicio de su profesión y, añádase, por la falta de adopción de medidas adecuadas y oportunas por parte del Estado para protegerla y prevenir la ocurrencia de las mismos. Bien se señala: “En este caso, la Corte determinó que los actos sufridos por la señora Bedoya el 25 de mayo de 2000 se refieren a diversas violaciones de derechos humanos que derivaron no solo en vulneraciones a la integridad personal, libertad personal, libertad de expresión y dignidad, sino que también fueron catalogados como actos de tortura”.

Esas conductas, a no dudarlo, son de una gravedad manifiesta no solo por los vejámenes a los que estuvo sometida la comunicadora (hasta alcanzar, incluso, a su progenitora), sino por las calidades de los actores vinculados a esos hechos, algunos de los cuales fueron condenados a elevadas penas privativas de la libertad, mientras que otros todavía permanecen en el anonimato o, sencillamente, están impunes. De ahí que la sentencia sea muy dura no solo con la institucionalidad reinante, como se refleja en las condenas que tocan con la responsabilidad del Estado y la imposición de pesadas cargas de tipo económico, sino con los actores violentos que cometieron los execrables crímenes.

Se trata, pues, de una decisión que —una vez más— deja al Estado muy mal parado en el contexto de las naciones y lo muestra como una organización social fallida en la cual la vida, la libertad (de pensamiento y de expresión), y otros valores caros al mundo civilizado, no son acatados. Pero algo debe quedar claro: Colombia no fue condenada en abstracto, lo fueron sus autoridades, los infames criminales comprometidos y todos sus ciudadanos, sobre cuyos hombros pesa la inmensa responsabilidad ética y jurídica de asumir las consecuencias de sus actos, todo ello como producto de la descomposición social y el irrespeto consuetudinario a los más elementales derechos humanos.

Ojalá, en medio de la engorrosa crisis que hoy se vive, este tipo de álgidos llamados de atención sirvan para encauzar la vida institucional por los senderos de la paz y el progreso, los cuales deben ser transitados por una colectividad muy maltrecha que, a gritos, clama respeto, igualdad de oportunidades, justicia social, cese de la violencia fratricida, etc. Un país que, en medio de enormes posibilidades materiales, añora un mejor mañana donde todos sus habitantes puedan mirarse a la cara como hermanos y no haya que lamentar el asesinato cotidiano o la humillación de personas que, como la ejemplar señora Bedoya, solo han querido buscar la verdad y difundirla desde su tribuna de opinión. Esta dura lección debe servir para rectificar y evitar que esos dolorosos hechos sucedidos ya hace más de veinte años, aunque repetidos muchas veces con nombres distintos y en todos los confines de la geografía nacional, se repitan en el futuro.

Esta cadena de atrocidades, pues, tiene que parar para poder empezar a construir la amada patria que todos soñamos; un terruño en el cual algún día, con el magnífico poeta Carlos Castro Saavedra en su poema “Convite junto al fuego”, sea posible decir: “Cuando la tierra se volvió a cerrar tras el último muerto, los hombres regresaron a sus comarcas y a sus predios, y comenzaron a reconstruir sus hogares ayudados por el silencio. Levantaron andamios con maderas fragantes y encendieron hogueras pacíficas para cocer sus alimentos. Y así comenzó a renacer la esperanza, hasta que una mañana, olorosa a pan fresco, retornaron las canciones y las mujeres volvieron a sonreir tendidas sobre el césped”. Todavía, pues, en medio de la tristeza y de la sangre derramada, quedan la fe, la dignidad, los sueños y los soles matutinos 

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