Érase una vez una niña que tenía diez años y había llegado del pueblo a la ciudad hacía unos meses con toda su familia, compuesta por papá, mamá y seis hijos. Vivían en un barrio de clase media y, aunque la nevera de su casa jamás estuvo vacía, los lujos no existían y los antojos, muchas veces, tuvieron que “hacer fila en la cola”.
Los dos hijos mayores empezaron a trabajar desde muy jóvenes, para ayudar al papá a sobrellevar la carga. Uno de ellos consiguió empleo en un asadero de pollos que llevaba, y lleva, porque aún existe, el nombre de un señor en el aviso.
Un día anunció la madre que esa tarde irían a comer pollo al negocio donde trabajaba el muchacho. Sobra decir que hace más de cuarenta años en Medellín no había metro, alimentadores ni mucho menos Uber, y que semejante gallada en un taxi no cabía, así que ir desde Guayabal hasta Envigado era casi como darle la vuelta a la ciudad en bus, a pie y en otro bus, pero la forzosa travesía le agregaba valor a la felicidad de la familia, que todavía con musgo del pueblo en las orejas, estaba ansiosa de probar un muslo, un ala o aunque fuera la rabadilla, en una presentación diferente al sudao o el sancocho. ¿Pollo asado? ¡Ja! ni en sueños lo conocían.
Una vez en Envigado, pies en tierra, al dar vuelta en una esquina, el olor los fue llevando. La niña alucinó. Aspiró una bocanada de aquel aroma, tragó saliva y en su estómago, ahora que lo piensa, se dibujó el emoji de la carita que babea.
Día entre semana, tipo cinco de la tarde, local medio vacío. Todos tomaron asiento en una mesa grande mientras la niña, más curiosa, se fue a mirar a su hermano que, detrás del mostrador, estaba concentrado en su oficio de despresar los pollos acabados de salir de “la rueda de Chicago”. Embelesada en su agilidad con las tijeras, que dejaba cada pollo partido en ocho presas apetitosas, notó que él iba tirando las pitas con las que los amarraban para que no perdieran la forma. Y notó que muchas de estas tiras tenían adheridos pequeños pedazos de carne o cuero crocante del pollo. Sus ojos se abrieron como platos pandos y, en voz muy baja, le preguntó a su hermano si ella se podía comer esas piticas. El le dio algunas, con discreción, la niña se las llevó a la boca y sintió que tocó el cielo con el paladar.
Desde entonces le juró amor eterno a aquel pollo asado con nombre de señor, y hasta ahora le ha cumplido. Aunque algunos años después, la lealtad se vio amenazada por la llegada del que nadie lo hace como otro lo hace.
En tiempos de valorar la grandeza de las cosas sencillas, de emprendimientos, domicilios y añoranzas, ella sigue fiel al sentimiento que se le despertó aquella tarde que su madre la llevó a conocer el pollo asado. Larga vida a este sabor, por siempre.