El evangelista Lucas es un escritor de enormes sorpresas, como pasa con su presentación de personajes como el buen ladrón. No alcanzo a imaginarme lo que pasaría por la mente y el corazón del evangelista al juntar de esa manera las palabras. Hasta sus dedos arderían de la emoción que lo anonadaba.
Jesús está crucificado en medio de dos ladrones. A uno, incapaz de sobreponerse al descarrío afectivo, lo retuercen los insultos de su desdeñoso corazón. Al otro lo circunda un halo de magnanimidad, que llega de su corazón a sus labios en esta oración sublime: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (Lc 23,42). Conmueve su osadía de robarle el corazón a Dios, como perdura en toda fantasía sensible al misterio.
Me intriga sobremanera el saber qué acontecía en la mente y el corazón de aquel ladrón para ver la vida de esa manera, la más ajena al acontecimiento que estaba viviendo. De una parte, su osadía para recriminar a su compañero, y de otra, la sutileza para percibir en compañía de quién se encontraba y qué podía esperar de él.
La respuesta de Jesús debió sorprenderlo demasiado y no sorprenderlo a la vez, como si se dijera: es lo único que yo podía esperar de este crucificado, que conoce admirablemente el corazón divino y el corazón humano, como lo expresa en la dulzura de su mirada de crucificado. Algo que no es de este mundo. “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La palabra de este crucificado es la llave que abre el paraíso a los que están perdidos. Desde entonces, el paraíso ya no es un lugar y un tiempo determinados, sino la novedad que el Crucificado ha venido a traer a los hombres. Con su agudeza teológica, Ratzinger escribe: “Cristo mismo es el paraíso, la luz, el agua fresca, la paz segura, la meta de la espera y la esperanza de los hombres”. Y agrega: “El paraíso se abre en Jesús. Es inseparable de su persona”.
Cuando hablaba del Reino de los Cielos contando parábolas, Jesús usaba un seudónimo. Hacía referencia a lo que después del buen ladrón sería el paraíso. Desde entonces, el paraíso es, no una cosa, sino una persona, Jesús. Impresionante antagonismo el del buen ladrón, al pasar de repente de la condenación total a la salvación definitiva. Aun el hombre más desesperado encuentra aquí la fuente de alegría y de consuelo.
Admiro a este hombre por la sensibilidad con que supo descubrir la oportunidad del momento, que llenó su vida de sentido para siempre.