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Elbacé Restrepo
Columnista

Elbacé Restrepo

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¡UNO MENOS!

Por Elbacé Restrepo

elbaceciliarestrepo@yahoo.com

Perder a uno de mis hermanos a manos de un sicario cuando apenas tenía veinticuatro años fue un golpe abrumador, dolorosísimo, agudo y, sobre cualquier sentimiento, imborrable.

Era la noche de un sábado de enero. Mi hermano conversaba en la acera de una casa con su barra de amigos de colegio, que seguían unidos aunque ya todos estaban en la universidad o trabajaban. De la nada apareció un matón a sueldo, de los que apretaba el gatillo sin preguntar, y, como si estuviera reventando pompas de jabón, disparó contra él y acabó con su vida en un parpadear. Era la época de las bombas, las masacres y los panfletos advirtiendo que nadie podía estar en la calle después de las diez de la noche. Tiempos de motos que pasaban raudas y todos moríamos de terror esperando la ráfaga. Tiempos de bombas que explotaban a cualquier hora y en cualquier lugar. Malos tiempos que nos dejaron profundas cicatrices en el cuerpo y en el alma.

Mi hermano era un joven universitario, con novia y con sueños a corto, mediano y largo plazo. Sus “vicios” incurables eran las galletas Wafers y oír El Gran Combo de Puerto Rico. Una persona inofensiva cuya ausencia nos dejó un vacío insondable de por vida. Varias preguntas nos atormentaron entonces: ¿Quién fue? ¿Por qué? ¿Para qué? El tiempo se encargó de respondernos y el dolor de la incertidumbre dio paso a la rabia y a la impotencia por la infamia cometida: El autor intelectual fue un secuaz de Pablo Escobar, un aprendiz de mafioso, a la sazón novio de una compañera de colegio de mi hermano con quien ella quiso provocar los celos del “duro”. ¡Y vaya que lo logró! Aquel lavaperros, de la mano retorcida de Escobar aprendió, como muchos otros, a ponerle precio a la vida, a negociar la dignidad, a trastocar los principios, a tratar a las mujeres como objetos de su propiedad, a no perder nunca en nada, a “ajusticiar” bajo su código sangriento a quien le estorbara en el camino. Ambos fueron a la cárcel por varios asesinatos y no llegaron a viejos... Murieron en su ley. El día que lo supimos fue como si al fin pudiéramos soltar el aire que por mucho tiempo tuvimos contenido.

Hoy, cuando la discusión sobre el derribamiento del edificio Mónaco también nos divide, como cosa rara, no puedo menos que honrar la memoria de mi hermano apoyando la iniciativa. Por él y por mis principios, me duele que semejantes “personajes” que tanto daño nos hicieron, sean mirados como ídolos o como mecenas plausibles por algunos nacionales y extranjeros que posan sonrientes frente a lo que queda de ellos.

Sé muy bien que derribar el Mónaco no es el fin del narcotráfico ni de nuestros problemas, obviamente, pero tener un símbolo menos y orientar los recorridos con una narración que desmitifique al “héroe” es el principio de otra historia, en particular si esta demolición se acompaña con estrategias de largo aliento que pronto empezaremos a conocer. El derribo es la fachada. Lo importante viene detrás... Medellín requiere un cambio profundo de paradigmas que fortalezcan la moral de la sociedad. Creo que en eso sí coincidimos todos. Enterremos a Pablo de una vez por todas, pero conservemos la memoria de esa historia amarga, no para rendir culto cinematográfico a los criminales, sino para levantar y consolidar generaciones que abracen la legalidad y los valores ciudadanos.

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