Por Elizabeth Arboleda Guzmán*
transición socioecológica, uno de esos términos que aleja a los ciudadanos del conocimiento académico, amerita ser defendido para Medellín. Por todas partes escuchamos el término sostenibilidad: el mercado, los medios de comunicación, el Gobierno, quienes además de utilizarlo con diferentes fines, implican un tono de “ahora o nunca”.
Pareciera que estamos en la disyuntiva ética de volver a la Edad de Piedra o seguir consumiendo el planeta completo hasta que él mismo resuelva el problema. Pero el asunto no es fácil de resolver, más allá de simplificarlo a los intereses económicos de las grandes industrias de todos los sectores y que motivan por los diferentes medios consumos desmedidos. La realidad es que las sociedades occidentales hemos construidos un modo de habitar este planeta, de relacionarnos con los otros, de representarnos a nosotros mismos a partir de objetos, y por ende, de prácticas de consumo. El trasporte, los electrodomésticos, los elementos de comunicación portables, sostienen nuestras relaciones cotidianas y, por ende, vitales. La sostenibilidad tiene un imperativo, disminuir el consumo de energía de todo tipo, pero como nuestros modos de vida implican la imposibilidad de hacerlo de raíz, se propone la transición socioecológica como fase reflexiva de la sociedad sobre su propio modelo ecológico, lo que podemos entender básicamente como la relación con el entorno, y establecer a partir de esta reflexión qué necesitamos cambiar y cómo lograr ese cambio. La transición socioecológica, si bien obedece a retos globales, es ante todo un reto local.
En Medellín, esta fase, pendiente en lo fundamental, nos ha dejado al desnudo en nuestras debilidades. Como sociedad le hemos hecho el quite a la reflexión, y amparados en la premura del gobierno actual por aprobar el Plan de Desarrollo, hemos dejado de lado una discusión que en este contexto de cambio acelerado no da espera.
Nuestras fórmulas para la sostenibilidad dan cuenta de una búsqueda de emulación a los países industrializados, mismos que tienen un papel diferente en este proceso por ser los grandes emisores y responsables de la deforestación y presión sobre la diversidad, lo cual no quita nuestra parte de responsabilidad, obviamente; pero, sobre todo, tenemos unas capacidades y recursos diferentes, que son los que realmente deben definir cómo abordar el lugar que nos corresponde en este proceso: la adaptación. Adaptación sí, porque somos profundamente frágiles a las amenazas de diferentes orígenes, actuales y futuras. Nuestra transición, por lo menos su discusión, la debe definir entonces nuestras debilidades y capacidades, no podemos esperar que la sostenibilidad se logre por cambiar a carros eléctricos y paneles solares cuando importamos el 97 % de nuestros alimentos y otro tanto de nuestra ropa, sin hablar del agua, todo ello con una enorme huella de carbono.
Los países industrializados, esos que queremos alcanzar, los mismos que nos venden estos objetos, hacen para sí la otra parte de la tarea. Pensando desde la adaptación han fortalecido un modelo de ocupación de gobernanza territorial, fortaleciendo lo local en todos los aspectos: economía circular, agricultura local, mercados locales protegidos y justos, acueductos comunitarios, distritos eléctricos, construcción tradicional. Entonces, por qué en nuestra ciudad, donde el 70% es suelo rural y tendremos agua debido a un aumento de lluvias asociado al cambio climático, y por ello mismo más emergencias y desastres, no pensamos qué hacer con esa realidad.
La respuesta de algunos será que nuestros suelos no son productivos, que la lluvia será unos meses mientras en otros escaseará, que para qué la gente se ubica dónde no debe. Todas estas preguntas pueden responderse con tecnología, entonces me pregunto, si no para ello: ¿para qué es el Valle de Software?.
* Antropóloga, Directora Investigación y Extensión, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.