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¡Verdugos infames!

Por Fernando Velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

“No puedo respirar”. Estas palabras las pronunció el afroamericano George Floyd de 47 años mientras, de forma inmisericorde, el policía blanco Derek Chauvin lo estrangulaba haciendo una tenaza sobre su garganta con la rodilla derecha y escudado tras un automóvil; todo sucedió el pasado 25 de mayo en una calle del vecindario de Powderhorn, Minneapolis en el Estado de Minnesota, y lo captó muy bien el teléfono celular de un ciudadano que lo grabó y lo dio a conocer.

Fueron ocho minutos y cuarenta y seis segundos los que demoró el agente del orden para ejecutar públicamente al ciudadano; una vulgar pena capital, sin juicio ni sentencia condenatoria a muerte previos en un Estado de la nación norteña que prohíbe esa práctica, una de las tantas que se ejecutan a diario a lo largo y ancho del planeta y que, ahora, avergüenza a esa potencia que se proclama cuna de las libertades, el progreso y líder planetario.

Pero no solo es censurable la actividad criminal del servidor citado sino la de uno de sus compañeros –para el caso, de ascendencia asiática– quien, desafiante, impedía que se aproximaran los transeúntes inconformes con el grotesco proceder; también, es muy reprochable la actitud omisiva de los otros dos policiales que cohonestaron semejante acto de brutalidad. Con ellos, resulta además incalificable el comportamiento de los directivos del Departamento de Policía de esa ciudad que –pese a conocer los abusos previos del sayón, cuyos antecedentes muy turbios lo muestran como un psicópata racista proclive al delito–, durante años, encubrieron este tipo de actuaciones desarregladas.

Todo ello es fruto del autoritarismo, el racismo y la arrogancia de los que por tener la piel de color blanco se creen superiores y dueños de la vida de los demás, como lo pretende el alcalde republicano de Mississippi –Hal Marx– quien, mediante tuits de los que luego se arrepentiría, dijo que “no vio nada irrazonable” en el procedimiento policial y que “si puedes decir que no puedes respirar, estás respirando” porque “lo más probable es que ese hombre muriera de sobredosis o de un ataque al corazón” y, en fin, que “el video no muestra la resistencia que lo puso en esa posición” por lo cual “la policía está siendo crucificada”.

Así las cosas, en el marco de semejante escenario es entendible –sin justificar los desmanes– que se hayan producido levantamientos y protestas; los ahora manifestantes se han lanzado a las calles y encabezan un movimiento que se hace llamar Black Lives Matter (Las Vidas Negras Importan) y lo hacen en más de ciento cuarenta ciudades de todo la Unión, para pedir que se ponga fin a la segregación y a la violencia policial. El movimiento se ha extendido a otros países, en especial a los europeos y ha sido respaldado por diversas organizaciones de derechos humanos y personalidades.

Algo así, debe advertirse, no se presenciaba desde el asesinato del pastor de la iglesia bautista Martin Luther King el cuatro de abril de 1968 y es, a no dudarlo, una muestra palpable de que la segregación en dicha nación y en el mundo continúan y se profundizan cada día. Es más: los ecos del difícil asunto han sido tales que, cuando los inconformes llegaron a la Casa Blanca, el estrafalario que gobierna a los Estados Unidos se tuvo que refugiar en el Búnker situado bajo el Ala Este para protegerse.

Esa barbarie que también se expresa de otras formas, es también el pan cotidiano en una nación como Colombia, donde ya no hay un solo día en el cual ellas no se produzcan, en especial cuando se trata de líderes sociales, mujeres, personas de otra orientación sexual, etc. Así las cosas, uno también siente que se ahoga y en medio de esta descabellada escabechina tiene que gritar muy exasperado a los cuatro vientos la frase de George Floyd, que por supuesto hará historia: “¡No puedo respirar!”.

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