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Voces únicas

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Por Máriam Martínez-Bascuñán

Algunas de las disputas políticas más agresivas se producen en torno a cómo se nombran las cosas. Con las palabras, iluminamos una parte de la realidad, dejando otra en penumbra. Se puede hablar, por ejemplo, de la experiencia de las trabajadoras latinas del sector fast food en EE.UU., de su silencio ante el acoso sexual por la vulnerabilidad consustancial a su estatus de inmigrantes sin papeles. Podemos hablar del acoso como una situación de abuso de poder. Tras el escándalo Weinstein y el estallido del #MeToo, los sectores más reaccionarios intentaron encuadrar la conversación fuera de ese abuso, hablando de la vuelta al puritanismo y la caza de brujas. La quiebra de la cultura de la ocultación descubrió algo de la magnitud del problema. Lejos de ser una palanca para visibilizar injusticias y atropellos, se intentó definir el #MeToo como un regreso a una suerte de beatería. Piensen ustedes qué encuadre les convence más.

Piensen también en la extraña petición para que a la poeta Amanda Gorman la traduzca únicamente una activista joven y afroamericana: exactamente alguien como ella. Al igual que Edward Said nos mostró en “Orientalismo” cómo Flaubert, al narrar su encuentro con una cortesana egipcia, “hablaba por ella y la representaba”, explicándonos en qué sentido ella era “típicamente oriental según los estereotipos de un europeo medio del siglo XIX”, creando así “un modelo influyente sobre la mujer oriental”, la obra de Gorman muestra la importancia de que la voz de aquellos que históricamente han sido infrarrepresentados sea por fin escuchada. Nada de eso es incompatible con apreciar el valor artístico de cualquier obra.

Pero, curiosamente, el respeto hacia la diferencia que Gorman reclama es lo que su agencia rompe torpemente al pedir que su traductora preserve una relación simétrica con ella, pues el proceso creativo siempre es asimétrico: las voces son únicas, incluso las de quienes las traducen. Uno de los valores de Gorman está en la inclusión de visiones del mundo inconmensurables, que nos obligan a ponernos en otro lugar ampliando nuestra imaginación, ensanchando nuestra vida. Entender a alguien no es equiparable a identificarse con él, a ser su reflejo. El regalo que ofrece una obra artística suele consistir en descubrir algo nuevo, incluso dentro de nosotros. Me pregunto en qué momento hemos desviado la conversación para llegar a ese identitarismo estéril. Como escribe Nancy S. Love (apunten este nombre), “las voces, incluso al respetarlas, atraviesan todas las fronteras”. Esa es la paradoja en la que vivimos .

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