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Juan José Hoyos
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Juan José Hoyos

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Por JUAN JOSÉ HOYOS

redaccion@elcolombiano.com.co

He vuelto a mi barrio. Recorrí sus calles como un duende, deshaciendo mis pasos, junto a Karin, una amiga fotógrafa. Ella quería tomar fotos de algunos sitios que han marcado mi vida. Después fuimos a conversar con la gente en el auditorio de Comfama, en Aranjuez. Tema: el barrio. Creo que jamás olvidaré ese día.

¿Dije que he vuelto? Pero —como dice un viejo tango del gordo Aníbal Troilo— ¡si yo nunca me fui de mi barrio!... ¡Si yo siempre estoy volviendo!

Hasta 1960, Aranjuez era como un pequeño caserío levantado sobre una colina y recostado en las laderas de una montaña. Estaba rodeado de quebradas, potreros abandonados, pequeños bosques y cañaduzales. Hoy se han borrado esos límites y ya es difícil descubrir a simple vista las hondonadas que lo separaban del barrio Manrique, de Campo Valdés, de Moscú, de las lomas de Santo Domingo Savio.

Después de la década de 1950, Aranjuez fue rodeado por los nuevos barrios de invasión construidos por hombres y mujeres recién llegados de los pueblos de Antioquia, casi todos huyendo de la violencia política. Yo nací en esas calles, hijo de una familia que también huía de la violencia. Las mangas que primero se poblaron fueron las de Santa Cruz. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, fueron apareciendo los barrios La Rosa, los Populares Número Uno y Dos, Andalucía, Moravia y Los Álamos. Algunos bordeaban las orillas del río Medellín. Otros colonizaban las montañas. Hoy son en total unos 20 barrios que se construyeron alrededor del viejo Aranjuez. Todos ellos forman parte de la llamada Comuna 4.

El recorrido fue largo. Visitamos el parque. La vieja iglesia de San Nicolás. La estación del Metroplús. Después bajamos por la calle 92 y fuimos hasta San Cayetano. Luego seguimos el camino que yo recorría todos los días para ir a la escuela. Por último, estuvimos en San Isidro.

Estas fueron algunas de las calles donde aprendí a amar la vida. Recorriéndolas, me sentí feliz. Pero también me dio nostalgia. El “Cuartico Azul” desapareció hace más de 30 años. Hoy ha sido reemplazado por una droguería. En los bares, las rocolas han cedido su lugar a las maquinitas de apuestas. Donde estaba el viejo Teatro Aranjuez ahora se eleva hacia el cielo una mole gris de concreto de más de 30 pisos.

Cuando llegué al auditorio de Comfama, me llevé la mejor de las sorpresas. Ahora en el barrio hay una hermosa biblioteca donde antes quedaba el viejo manicomio de Bermejal. El lugar estaba lleno de muchachos. Sentí el barrio vivo.

Por la noche, Jaime Valencia ―El Muerto― y otros amigos me invitaron a escuchar música en la tienda de doña Consuelo. Tomando cerveza, oímos “El hijo sin consuelo”, de Luis Eduardo Echavarría, un peluquero del barrio. También, boleros de Ligia Mayo, tangos de Alberto Rossi, y canciones de Rómulo Caicedo, un chofer de la flota de buses de Santa Cruz que ya murió y que se volvió famoso cantando despechos.

Esta semana, recibí un mensaje con una fotografía de un guayacán de los que todavía quedan en pie en el barrio. “Hola. Fueron muy agradables tu charla y tu visita al barrio. Te envío la imagen de este majestuoso árbol que había tomado el año pasado. Está muy cerca de la iglesia de San Isidro. Pleno en su verdor, esconde las maravillas de la luz para convertirse en un gigante florero del sol... Cuando esté florecido nuevamente, te voy a invitar a una “polita” ahí a su sombra. John Jairo García”.

Hoy he vuelto a mirar la fotografía. Es un guayacán de esos que alumbraban las calles de mi infancia con sus flores amarillas. Ahora su luz no está en las calles, sino en el fondo de mi corazón.

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