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Elbacé Restrepo
Columnista

Elbacé Restrepo

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Y al final, ¡un abrazo!

Por Elbacé Restrepo

elbaceciliarestrepo@yahoo.com

No todo lo que llega por redes sociales es basura. De repente también llegan tesoros, y en los últimos meses me ha llegado uno recurrente: un texto del escritor Mario Mendoza que no puede sernos indiferente y que transcribo recortado, porque el espacio no me permite copiarlo completo:

“Hace poco, en una biblioteca de Bello, Antioquia, al finalizar una grata conversación en público con dos escritores de la región, se levantó un señor que estaba sentado en la primera fila del auditorio y pidió la palabra. Fue una intervención memorable. Habló de cómo, desde niño, le enseñaron a odiar. Creció en un hogar de católicos recalcitrantes y le enseñaron a odiar a los ateos, gente sin fe y sin Dios, sospechosa de llevar vidas licenciosas y desordenadas. Luego, en sus años de adolescente, unos tipos en Cuba hicieron una revolución, y entonces le enseñaron a odiar a los comunistas, gente rara que no creía en el trabajo ni en la propiedad privada. Más tarde, le enseñaron a odiar a los negros, una raza de perezosos y sinvergüenzas que si no la hacían a la entrada, la hacían a la salida. Y así, a lo largo de su vida, toda su educación había sido siempre en contra de algo o de alguien, consejos para defenderse, para contraatacar, para no dejarse, para protegerse de los demás”.

“Esa lista, si empezamos a ampliarla, se vuelve infinita. Los cónclaves masculinos hablando en contra de las mujeres, las madres y abuelas previniendo a sus hijas y nietas contra los hombres, los de Santa Fe detestando a los de Millonarios y viceversa, cierta gente de la capital hablando en contra de ‘los paisas’, los de Cali hablando de ‘los rolos’, los del Caribe hablando de ‘los cachacos’ [...] en fin, todos contra todos”.

“Así crecimos, así hemos vivido: aprendiendo siempre a odiar a alguien. El machismo, el maltrato infantil, la segregación social, el racismo, el clasismo, la violencia laboral, todas esas taras tienen su origen en una educación cuya base fundamental es el odio. Nos alimentamos de él, no sabemos vivir sin su influjo contaminante y nefasto. Y lo peor de todo es que es muy fácil de contagiar”.

“Odiar va creando, además, una personalidad narcisista que se va anclando cada vez con mayor fuerza en el yo. Lo único importante es lo que me sucede a mí. Yo soy el centro del mundo. Yo tengo la razón. Nadie se da cuenta de la verdad, excepto yo. Nadie ha sufrido como yo... Yo, yo, yo”.

“Darnos cuenta de esta educación perversa ya es un paso. Quizás el siguiente sea empezar a respetar y a estimar a aquellos que, aunque sean diferentes en su raza, sus equipos de fútbol o sus creencias religiosas, pueden llegar a ser nuestros mejores amigos, nuestros socios o nuestras parejas sentimentales”.

“Quizás allá, en donde me enseñaron que era territorio enemigo, me está esperando alguien para darme un abrazo”.

Con ese final me quedo. Porque siempre será más valioso lo que nos une que aquello que nos separa.

¡Feliz Navidad!  

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