Finalmente, se concretó la conciliación que dará vía libre a la aprobación parlamentaria de la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras. Ha sido un debate político completo, positivo y democrático. Han tenido en él amplia participación los sectores sociales, las víctimas, el Gobierno, la oposición y la academia. El consenso entre los partidos ha sido el más amplio posible, tanto que quienes no estuvieron de acuerdo con todo el articulado, prefirieron abstenerse, antes que votar en contra.
Y es que nadie podría estar en contra de una ley para restituir la dignidad de los millones de víctimas en Colombia, para resarcirles los perjuicios morales y materiales sufridos y, en el caso de los desplazados, de restituirles sus tierras. No obstante, tememos que las expectativas se están desbordando.
Hay que tener en cuenta que la ley se aplicará dentro de una realidad social en la cual, dolorosamente, el conflicto no ha terminado. La violencia sigue, ahora incluso con actores reciclados, como las bacrim, en un ámbito amplio de actuación donde el narcotráfico sigue atizando la hoguera criminal.
El entusiasmo por el éxito legislativo, y por el mejor porvenir que pueden esperar las víctimas, no puede edificarse sobre una montaña de falsas ilusiones y de promesas infinitas que, aterrizándolas, no podrán seguramente cumplirse. Se dice que es una ley "de las más ambiciosas del mundo". Y resulta que para aplicar esa ley, tendremos al mismo Estado de siempre. ¿O es que cambiará de cabo a rabo la pesada maquinaria estatal, y ahora con esta ley, sí va a funcionar?
Las expectativas han sido alimentadas por el propio Gobierno. Desde el folclórico grito del ministro Vargas Lleras en el Congreso -"¡Vivan las víctimas!"- hasta las proclamas de que con esta ley la "historia de Colombia se parte en dos" -nos gustaría saber cuántas veces se ha partido, verdaderamente, nuestra turbulenta historia-, se ha recorrido un amplio espectro de voluntarismo oficial.
Pero aparte de las expectativas, se han hecho pronunciamientos, también gubernamentales, sobre la responsabilidad de toda la sociedad en el dolor de las víctimas, imponiendo así una carga moral sobre gente que no ha hecho ningún mal en su vida. Es decir, como si todos hubiéramos tomado las armas para agredir a inocentes. Este desatinado argumento, entre otras cosas, casi legitima las tesis de una guerra civil en Colombia, donde "todos se matan con todos". Y eso ni es verdad, ni es justo con quienes no tienen por qué igualarse en bajeza moral con los victimarios.
Otro aspecto complejo de la ley es el de la garantía de no repetición. Éste no puede ser un mero compromiso retórico, pero a la vez es un deber que desborda la capacidad del Estado. ¿Cómo se va a garantizar tal principio, que únicamente sería posible si ya se hubiesen desmovilizado todos los grupos armados ilegales y las bandas herederas del narcotráfico, que delinquen y matan sin consideración alguna con el Derecho de Gentes?
En fin, múltiples dudas que, confiamos, se irán despejando con la aplicación efectiva de las normas, con una sociedad ojalá vigilante, y que no demeritan el progreso social que traerá la ley. El capítulo de restitución de tierras, de igual trascendencia y compromiso histórico, será materia de otro editorial, ante la amplitud de retos que comporta.