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CICATRICES

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14 de abril de 2012
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Segundo domingo de Pascua

" Al anochecer de aquel día, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Y les enseñó las manos y el costado". San Juan, cap. 20.

En la vida y aun más en el arte, son muy importantes los detalles. Ese pliegue de un manto, la comisura de unos labios, la luz que apenas se insinúa por encima del monte, consagran un cuadro. El gesto de unas manos, las venas que brotan desde el mármol, la mirada que pudo expresarse en la piedra, inmortalizan una estatua.

El Señor también tiene en cuenta los detalles. Se escoge un nombre que quiere decir Salvador. Llama al apostolado a hombres experimentados en la pesca. Cuando multiplica los panes, se preocupa de que no se pierdan las sobras. Les enseña a los discípulos cómo saludar a los extraños: "Paz a esta casa".

En el huerto se detiene a curar al criado, herido por la espada de Pedro. Hace coincidir su muerte con la víspera de Pascua, cuando se inmolaba el cordero ritual. Es sepultado en un sepulcro prestado, donde ninguno había sido enterrado todavía. Y después de la resurrección, conserva las cicatrices de sus llagas. Al llegar al cenáculo aquel primer domingo por la noche, les muestra a sus discípulos las manos y el costado. No se avergüenza de sus cicatrices. Las lleva como un recuerdo de su pasión, como un documento de identidad.

Jesús resucitado no es un fantasma, no es un advenedizo que se hace pasar por el Maestro. Es el mismo nacido de María Virgen, el que padeció bajo Poncio Pilato. Los árboles conservan en su tronco las iniciales y los grabados que eternizan un amor, la historia en miniatura de una esperanza. El marino ostenta sus tatuajes como testimonio de su valor y memoria indeleble de sus hazañas. Pero nosotros nos avergonzamos de nuestras cicatrices. Casi siempre las consideramos negativas.

Ellas son plenamente positivas: las que nos deja el sufrimiento en el rostro y en el alma. Sin ellas valdríamos bien poco. Son positivas las que nos dieron nuestras equivocaciones. Nos enseñan a pensar, acrecientan nuestra capacidad de búsqueda. Son positivas las que nos grabaron los pecados. Nos vuelven más humanos, más misericordiosos, más capaces de comprender a los demás. Son gloriosas las cicatrices de Jesús y también las propias, si nos ayudan a reconciliarnos con nuestra pequeñez, a aceptar con mansedumbre las limitaciones, a esperar con más confianza la acción de Cristo Resucitado en nuestra historia.

(Pub. 18 de abril de 1982)

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