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HISTÓRICO
El evangelio del mago Yurek
  • El evangelio del mago Yurek | Jaime Pérez | El padre Jorge Alberto Hincapié fue misionero en Colombia, varios países de Centro América, el Caribe y África. Este continente le dejó una marca indeleble en su espíritu. Es miembro del Círculo Mágico de Medellín desde hace dos años y medio
    El evangelio del mago Yurek | Jaime Pérez | El padre Jorge Alberto Hincapié fue misionero en Colombia, varios países de Centro América, el Caribe y África. Este continente le dejó una marca indeleble en su espíritu. Es miembro del Círculo Mágico de Medellín desde hace dos años y medio
John Saldarriaga | Publicado

Un mago italiano cortó la cabeza a un hombre con una guillotina ante la mirada asombrada de un corrillo en plena plaza de Támesis. Sonriente, tomó por el cabello la testa chorreante de sangre y la mostró al público, dejando atrás ese cuerpo decapitado. Al cabo de unos segundos, sin desdibujar la sonrisa de sus labios, el ilusionista volvió a ponerla en su sitio. Sólo en ese momento, el pueblo volvió a respirar.

"Yo tenía cinco años y estaba entre ese público asombrado. Desde ese instante tuve claro que quería ser mago. Sin embargo, de quien me grabé el nombre fue del parroquiano que se prestó para el espectáculo: se llamaba Bernardo Tangarife; no del mago".

Quien habla es el padre Jorge Alberto Hincapié. Claretiano, acordeonista, payaso, ventrílocuo, titiritero y mago. "Ese hecho ocurrió un domingo de 1940, a la salida de misa de doce".

Me habla mientras caminamos por los prados y los corredores de las edificaciones de Fusimaña, una quinta campestre que los claretianos tienen en la entrada a San Antonio de Prado. Nos detenemos en el pasamanos de un segundo piso y, mirando sin ver el paisaje de cordilleras más bien nublado aunque sin promesa cercana de lluvia, cuenta que Fusimaña significa Fosa Grande, en catalán.

Después, vamos a sentarnos ante una mesa de comedor situada en el fondo de un vestíbulo cerrado, decorado con pinturas de paisajes costumbristas. Coronado de boina negra y una camisa que cubre la de sacerdote, ésta negra y con clériman que alcanza a verse, cuenta que así de claro como definió un día que deseaba llegar a ser mago, también decidió que quería llegar a ser misionero.

Esta vez el espejo fue Francisco Arango Posada, "un misionerazo claretiano que me contagió con su modo de predicar. ¡Parecía un torrente! Dije: quiero ser como él". Ya había hecho la primaria en el Seminario de Pueblo Rico, Risaralda. Siendo un chico de apenas once años -me enseña una fotografía con 24 niños de "sotanita negra y cinturón azul", entre los cuales está él. "De todos, nos ordenamos seis"-, le informó a su madre, Alicia Echeverri, que deseaba ser misionero.

"Mi papá nos pagaba los estudios a los nueve hijos con lo que conseguía en La Lucha -ríe-. Así se llamaba el café que él tenía en Támesis".

Y como si en ese momento supiera mucho sobre las órdenes religiosas, para seguir bien los pasos del torrente aquél, se decidió a ser claretiano.

Su meca
Para el padre Jorge, la misión está asociada a una palabra mágica: África. "En mi mente se me grabó esa palabra. Tiene para mí un imán. Recuerdo que estaba en Sincelejo, cuando llegó una carta del Provincial que decía: 'el Presidente de Guinea Ecuatorial expulsó a los misioneros porque se metieron en política. Pero permite que vayan otros'. Y no vi la hora de volver a la casa a reunirlos a todos y anunciarles la buena noticia; ahora sí sería misionero".

Sin embargo, a pesar de haberse mantenido alejado de ellos durante casi toda su vida -los internados con su disciplina de hierro apenas sí habían permitido que los viera cada varios años; con decir que ni siquiera lo dejaron ir al entierro de su hermano mayor, Humberto-, la idea no les hizo gracia. Tal vez pensaban que la lejanía haría doble la ausencia.

Pero se fue. "Y esos niños de las tribus Grifona y Fang, sí que disfrutaban con mis trucos". Unos decían: el padre es brujo. Otros: el padre es Dios. Todo en español, que es la lengua de esa parte del mundo.

El sacerdote hace servir desayunos para el reportero gráfico, él y yo. Mientras los traen, toma una cucharita de palo, de las que vienen en los vasos de arequipe, y con movimientos veloces hace ver por una cara una figurita de mujer; a veces, nada, y en otras ocasiones, la misma figura por los dos lados. "La mano es más veloz que el ojo", dijo dos veces.

El desayuno llega y desaparece en breve, sin necesidad de magia. Luego, hay lugar para varios trucos de cartas. "¿Es ésta la carta que escogiste? Desde el principio se quedó en mi mente", dice sonriente, mientras deja que una carta, el dos de picas, la correcta, quede pegada en su frente por un momento, hasta que se cae. También vimos una presentación suya en un canal de televisión de Manizales. En ella, él pronunció una frase de san Antonio María Claret que responde una pregunta que pensaba formularle más tarde: "válganse de todos los medios posibles para salvar las almas".

El padre trae uno de los cinco acordeones que posee. El primero que compró, en Venezuela, por mil quinientos pesos hace 45 años. Y cuenta que nadie le enseñó a tocar. Que, seducido por el sonido de ese instrumento y conocedor de solfeo, se ponía a ensayar solo. Se iba lejos porque no le gustan los aprendices de acordeón: ése sí es un verdadero tormento para los demás. Que la primera canción que "infligió" a otros fue El limonar, a compañeros religiosos en Zipaquirá.

Tiene varias composiciones, entre ellas, un pasillo: Noches andaluzas, dedicado a unos niños de Granada, España. Y sin hacerse rogar, interpreta "una cancioncita vieja que le gustaba mucho a mi papá: Ya no vive nadie en ella. A la orilla del camino, silenciosa, está la casa".

Sentado en un taburete del comedor, Chocolito espera. Parece oír esa canción, Las acacias, y evocar también tiempos viejos de su vida de palo. Es su muñeco de ventrílocuo.

Lo toma con su mano derecha, la cual interna en su estructura para manipular las cejas y la boca, y lo lleva cargado como si fuera un niño con bigotes. Conversa con él frente a un prado. Le habla de nosotros. Le corrige impertinencias.

El claretiano, acordeonero, mago, ventrílocuo y payaso dice que, en la primera de estas facetas, acaba de desempacar de un viaje a Cali y ya está listo para ir al Suroeste antioqueño y después a pueblos de la Costa. Setenta y cinco años pesan menos que su morral, en el que lleva alguna ropa y el acordeón.

Viaja mucho. No quiere parar. "Si me dijeran: ¿quieres volver a África? Diría que sí, que de mil amores. Pero esta vez me quedaría a morir allí".

La muerte es para él un asunto alegre: "se trata de un encuentro con Dios" -cuando murió su hermana, él celebró la misa vestido de blanco-. De modo que si la suya sucediera en ese continente se declararía el muerto más feliz del mundo.

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