Esta semana un conductor de los buses alimentadores de Transmilenio, en Bogotá, hirió con navaja a un pasajero.
El hecho ha puesto otra vez en primer plano el tema de la intolerancia. Por desgracia, no se trata de un incidente aislado sino tan solo del capítulo más reciente de una barbarie tan repetitiva que ya se ha vuelto rutinaria.
Me temo que también en esta ocasión nos olvidaremos del incidente. Somos una sociedad de seres rabiosos que han perdido la capacidad de asombrarse frente a los desbordamientos de su ira.
Como cada vez nos tornamos más intransigentes, como cada vez somos capaces de llegar más lejos en nuestra brutalidad -y por los motivos más insignificantes-, episodios como el del conductor de Transmilenio desaparecen muy pronto de nuestro radar.
¿Quién habla hoy, por ejemplo, del chofer de un vehículo particular que hace un par de años, desesperado porque no tenía por dónde transitar, disparó contra un bus escolar?
Después de haber visto cómo un estudiante de veintidós años fue acuchillado por negarse a regalarle un chicle a otro joven en una fiesta, ¿qué más podría sorprendernos?
Durante los últimos años, acaso por la expansión de bandas criminales de todo pelambre, han aumentado los casos de intemperancia.
La paramilitarización que sufrió el país como consecuencia de los abusos cometidos por la guerrilla, ha hecho cundir la creencia de que cualquiera puede empuñar un fusil o un cuchillo para hacerse respetar o, simplemente, para imponer a la brava sus propios códigos.
Fue lo que pasó en 2007 cuando el joven Javier Andrés Pulido increpó a un hombre que orinaba dentro de la estación de Transmilenio, en Bogotá.
El hombre se molestó por el reclamo y, a la vista de los demás usuarios del servicio de transporte, apuñaló a Pulido.
El problema de andar armado es que se puede ceder a la tentación de resolver las diferencias, grandes o pequeñas, a través de la fuerza.
Al principio se cree que el puñal o el revólver escondidos en la pretina son tan solo herramientas legítimas para defenderse de los posibles agresores, pero después, debido a la soberbia que se deriva de la posesión de las armas, se cae en la trampa de despachar cualquier asunto enojoso a punta de plomo y navaja.
Entonces se van multiplicando los casos absurdos: Édinson Rojas Pérez , universitario de 25 años, asesina a uno de sus compañeros porque le dijo "boyaco" (despectivo para quienes nacen en Boyacá); un productor de televisión le desfigura el rostro a una muchacha con un pico de botella, solo porque a ella le vendieron las últimas empanadas que quedaban en un negocio de comidas ubicado a las afueras de una discoteca.
Y así, sucesivamente. La barbarie se estandariza y se vuelve parte de nuestra cotidianidad.
Una vez enceguecidos por la ofuscación, perdemos por completo la cordura. Después, para rematar, también nos quedamos sordos, pues como nos acostumbramos tanto al ruido de las balas y de los sables, ya no podemos escuchar ningún argumento.
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