El abril pasado, las consecuencias de las revueltas árabes alcanzaron un lugar que, por lejano y por su historia, parecía inesperado.
En el aeropuerto de Pekín, el artista y disidente Ai-Weiwei fue detenido cuando se disponía a abordar su vuelo a Hong Kong. Ésta constituía la quinta vez que Weiwei se las veía con la policía china, que ya lo había arrestado en diferentes ocasiones, como cuando denunció que la culpa de las muertes de niños en las escuelas colapsadas durante el terremoto de 2008 era de los corruptos burócratas del gobierno comunista.
Pero Ai-Weiwei no ha sido el único. Un número indeterminado de líderes opositores y de ciudadanos también han sido arrestados o han desaparecido en las últimas semanas, mientras las fuerzas de seguridad chinas adelantan una represión generalizada contra cualquier intención de replicar las protestas ciudadanas que han sacudido a Medio Oriente.
En efecto, el régimen chino, temeroso de que la llamada "Revolución del jazmín" se reproduzca en su territorio, ha estado apretando los controles sobre las fuerzas de la disidencia y persiguiendo a las personas que han intentado impulsar por medio de Internet a que los ciudadanos chinos protesten contra su gobierno.
Los medios internacionales han comparado la represión con los famosos y horrendos eventos ocurridos en la plaza Tiananmen en 1989, cuando la disolución de una extensa protesta prodemocrática costó la vida a cientos de personas.
Sin embargo, la extensión, brutalidad y arbitrariedad de la represión es, incluso para estándares chinos, rara y hace temer que sus consecuencias puedan ser incluso más trágicas que las de hace veintidós años.
Los países de Occidente y docenas de organizaciones no gubernamentales han denunciado estos excesos, pero la respuesta de los oficiales chinos no ha sido otra que la acostumbrada: "la manera en que tratemos a nuestros ciudadanos entra dentro de nuestros asuntos soberanos".
Por otro lado, los desmanes del régimen chino pueden delatar, no tanto su repetitivo y bien conocido desdén por los derechos humanos de su población, sino, más bien, un poco de nerviosismo. Así, los todopoderosos amos de Pekín, aunque tiendan a exagerar las amenazas a su régimen y a sobrepasarse en sus reacciones, bien pueden temer que la historia les pase factura antes de tiempo.
Al fin y al cabo, nadie esperaba que Túnez o Egipto cayeran de la forma en que lo hicieron; parecían demasiado estables.
De la misma forma, las perspectivas de una desaceleración del crecimiento de la economía y el incremento de las contiendas políticas que rodean la lucha por elegir un nuevo presidente el próximo año, han logrado que el ya de por sí paranoico aparato estatal chino se decida por la violencia. Lo único cierto es que en las calles de las ciudades chinas y en los temas de los blogs y foros en Internet huele a jazmín y el gobierno chino, como no podría ser de otra forma, se está poniendo nervioso.