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La anticultura del fraude

22 de enero de 2010
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En tiempos de relativismo ético y legitimación del todo vale, se acrecienta la exigencia de responsabilidad a los educadores en la prevención y la proscripción de conductas fraudulentas extendidas, como la fotocopia no autorizada, el plagio de textos y la utilización indebida de productos intelectuales ajenos.

La apropiación ilegítima de creaciones literarias o científicas no es una simple infracción disciplinaria. Se trata de un acto ilícito que merece sanción penal. Así debe enseñárseles a estudiantes y profesores, en todos los niveles, si se quiere ponerle freno a un procedimiento que va arraigándose poco a poco en las costumbres, aunque esté proscrito en los reglamentos y manuales de convivencia.

Los sistemas informáticos, pese a sus enormes ventajas, pueden propiciar esas acciones. Internet abre un universo de facilidades para estudiantes y estudiosos. Al mismo tiempo, debido a la falta de control que le es inherente, hace posible el aprovechamiento abusivo. En los años recientes se ha llegado hasta la formación de pequeñas empresas clandestinas dedicadas en colegios y universidades al negocio sórdido de plagiar monografías y trabajos de grado.

La primera acción que se impone al detectar casos de fraude es de carácter pedagógico y formativo. A la drasticidad ejemplarizante de la sanción académica debe sumarse la suficiente ilustración de los infractores para evitar que reincidan. Pero la comprensión razonable no tiene por qué convertirse en tolerancia desbordada o en laxitud cómplice. Un establecimiento educativo no es un centro correccional, pero tampoco puede volverse un escenario que proteja la violación de la ley, las conductas antisociales y la impunidad.

Se conoció una información originada en España. Determinada Universidad resolvió invocar la inviolabilidad derivada de la autonomía para abstenerse de aplicar sanciones a los culpables de actuaciones fraudulentas. Tal decisión ha sido controversial, por obvias razones. Como en Colombia hay tanta proclividad a imitar comportamientos ilícitos, con mayor razón si se originan en la Península, se mira con natural aprensión el riesgo de que en algunas instituciones educativas se copie semejante disparate.

La autonomía universitaria y de los planteles de educación no crea una extraterritorialidad tal que faculte para ponerse al margen de la legislación vigente. Ningún espacio del territorio de un país puede, en derecho, convertirse en terreno cerrado en el cual se cometan delitos y se atente contra el orden jurídico. Cualquier tipo de transgresión debe erradicarse, más todavía si una universidad o un colegio deben educar y formar en el respeto a los derechos, pero también en el cumplimiento de los deberes propios del ejercicio de la ciudadanía.

Muchos de los vicios, resabios y comportamientos ilegales que han influido en la erosión moral de la sociedad colombiana se han cultivado en el sistema educativo, además de los hogares. La tendencia facilista a la copia y la usurpación de la propiedad intelectual son transgresiones lesivas de los derechos ajenos, pero también sintomáticas de una crisis de originalidad y falta de respeto por el quehacer intelectual del otro. Si este mal no se corta de raíz, crece como amenaza contracultural implacable.

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