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La burla

28 de enero de 2009
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Al congresista Luis Eduardo Vives, condenado a 84 meses de prisión por concierto para promover grupos armados ilegales y alteración de resultados electorales, le dieron la casa por cárcel porque sus hijos lo necesitan y él, como cabeza de familia, debe velar por su desarrollo social y sus estudios.

Cualquiera de los presos que son padres de familia y que tienen hijos, podría reclamar, ante este hecho de escandaloso privilegio, el derecho a la igualdad ante la ley. ¿Por qué parece tan afectada la justicia por el dolor de estos hijos y los traumas de este preso? ¿Porque es congresista? ¿Porque es Vives? ¿Porque pertenece a la misma familia de la ex ministra, del ex procurador, del ex gobernador? Hay un trasfondo de arbitrariedad judicial, de arrogancia del poder, de desprecio de las leyes, que resulta ofensivamente evidente para la opinión pública, a pesar de que en los medios se ha observado un púdico y calculado silencio.

Pero el caso crece en gravedad si se piensa en la naturaleza del delito que purgan en la cárcel los detenidos de la parapolítica. Como si se tratara de un delito menor, de un latrocinio vulgar o de una violación cualquiera, la justicia y la opinión parecen tender un manto benévolo sobre unos delitos que afectan a toda la ciudadanía y a las instituciones, al presente y al futuro del país.

Cuando la ciudadanía obtuvo en Colombia el derecho al voto, esa forma de participación soberana y libre en la elección de los mejores y más confiables de los ciudadanos, comenzamos a ser una democracia. Pero si esa estructura se rompe con la presencia e influencia de grupos armados que imponen los nombres y los votos a favor del político que los ha contratado o con quien han pactado, Colombia deja de ser una democracia, los ciudadanos pierden la dignidad de electores y el país se convierte en el territorio comanche donde imperan los más fuertes. La parapolítica hizo eso. Sometió un régimen de soberanía ciudadana al poder de los criminales.

El derecho al voto y su ejercicio trajeron consigo la obligación de los elegibles de demostrar que eran los mejores y los más limpios, porque no había otra instancia superior a la decisión inteligente y libre de los electores. Los parapolíticos cambiaron eso porque no podían demostrar ser los mejores y los más puros; demostraron en cambio que podían poner a su servicio la fuerza de las armas y del dinero, reemplazaron la limpieza de vida por la astucia y combinaron todas las formas de la corrupción: secuestraron rivales políticos, compraron conciencias con dinero o con puestos, voltearon los ojos al otro lado cuando hubo matanzas, asesinatos, extorsiones y despojos. Así cambiaron la tendencia histórica de los resultados electorales, impusieron a los más cínicos y hábiles, y convirtieron el rito fundamental de la democracia, las elecciones, en una feria de pillaje, engaños y violencia.

No es un crimen cualquiera el de los parapolíticos. Pensaría uno que lo es ante los esfuerzos del gobierno para obtenerles ventajas judiciales, ante la blandura de los jueces que los dejan en libertad por los méritos de cultivar una huerta casera, o porque padecen de neurosis por la ausencia de la familia. Por fortuna la Procuraduría -de la que tan poco se esperaba- ha pedido la supresión del ofensivo privilegio del congresista Vives y el final de la desvergonzada burla.

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