Hoy, cincuenta años después de la muerte de Fernando González Ochoa, he venido a Otraparte. Y leí entonces, en la soledad, la nota que por esos días escribió Alberto Aguirre, quien (otra orfandad), falleció el año pasado y de quien dijo el maestro: “Estar en su corazón es como estar en un trono”. “Llévense ese cadáver”, tituló Aguirre su comentario, que reproduzco a pedazos. A picotazos de gallinazo.
“Esta sociedad padece de necrofilia: atracción morbosa por los cadáveres. No gusta sino de cadáveres, que son tiesos e inofensivos, o de vivos que están aún más tiesos dentro de sus trajes y hábitos. Vivos que son muertos parados, tan inútiles como los que ya revientan espalda en las bóvedas de los cementerios…
Pero, en contrapartida, esta sociedad sí les teme a los vivos-vivos, a los que huelen a semen, a semilla, porque están constantemente preñados de violencia y desafían el orden de los muertos…
Fernando González era un vivo. Porque temblaba, porque se revolvía, porque desafiaba a este orden social cadavérico. Y esta estructura social de la cadaverina lo silenció oficialmente, relegándolo a “otra parte”…
Pero un día se murió el maestro. Recuerdo su entierro. Luego de alzar el ataúd, ya dentro de la iglesia, en la ceremonia fúnebre, padecí un fuerte olor a cadaverina. Atisbé. No era el muerto, porque yo sabía que ese dentro de la caja era un vivo. Ese tufillo venía de los circunstantes.
Muy triste me puse y me reproché: “Vos también estás en esta ceremonia funeraria, vos también querés enterrar a Fernando González. Desgraciado, te hiciste bien adelante cargando el féretro (!) para que te retrataran. Mañana saldrás publicado en El Colombiano. Me salvaron las piernas longilíneas y jocundas de una muchacha que se había arrodillado en la banca de adelante. Tuve otra vez la palpitación de la vida, ese olor a semilla. Esas piernas me devolvieron las ganas de vivir, el temblor, la vehemencia, la ira. Había que resistirse a que enterraran a Fernando González. Presentí entonces que le lloverían losas encomiásticas para taparlo, así como lo habían tapado, con el silencio, mientras vivía. Llévense ese cadáver, grité, y me salí…
…Tanto homenaje, tanto busto, tanta mesa redonda, tanto bronce, van endureciendo la imagen de ese que fue un vivo: la encasillan, la enyesan, la meten en un molde, la tornan clásica y académica… La mejor manera de matar a un muerto vivo es hacerle un busto...
El único “homenaje” (habría que destruir esta palabra) posible al maestro Fernando González sería perpetuar su irreverencia, su desafío al orden social de la podredumbre. Y empezar, quizá, por alguna irreverencia hacia él mismo. Como tumbar el busto”.
(Leer texto completo en www.Otraparte.org).