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HISTÓRICO
Medellín tiene callejeros del mundo
  • Medellín tiene callejeros del mundo | Manuel Saldarriaga | Jeison Anderson es un ecuatoriano que lleva en las calles de Medellín unos cuatro años. Él llegó a Medellín después de pasar por Bogotá y Pereira. Para él, el respeto y la tolerancia son dos de las razones que lo llevaron a quedarse en las calles de la ciudad. ¡Ah!, y por supuesto el clima.
    Medellín tiene callejeros del mundo | Manuel Saldarriaga | Jeison Anderson es un ecuatoriano que lleva en las calles de Medellín unos cuatro años. Él llegó a Medellín después de pasar por Bogotá y Pereira. Para él, el respeto y la tolerancia son dos de las razones que lo llevaron a quedarse en las calles de la ciudad. ¡Ah!, y por supuesto el clima.
Alejandro Millán Valencia | Publicado

Fabián Levy parece un pájaro peludo que silba suavemente. Tiene la piel quemada, los ojos vidriosos y redondos y en las manos un par de testimonios azul con blanco que le sirven para hacer maromas. Fabián es argentino y desde hace seis años habita en las calles de Medellín.

Le parece la ciudad más genial, el mejor clima. "Perfecto". En la calle, mientras no haga mucho frío o el sol no tueste, es perfecto. Mientras haya comida y lugar donde bañarse, es aún más perfecto. Incluso más, una ciudad generosa en limosnas, es perfecto, perfecto.

-Mi padre era cirquero. Así que yo aprendí algunas maromas y de eso vivo- dice con su voz de pájaro triste y peludo. Y se pone frente a los carros que se paran en el semáforo de la Avenida Oriental con la glorieta de Fatelares y comienza a lanzar al aire palos pintados. Su pelambre es espesa y opaca y sus manos son livianas. Los pedazos de madera se elevan por el aire, una vez, dos veces, tres veces. Alguien debería aplaudir, pero solo continúa el ruido de la calle y algunas monedas.

Se quedó en Medellín, repite, por el clima. Alguien me dice que también se quedó por otras cosas que envician. Fabián hace parte de esa "legión extranjera", de criollos e internacionales, que llegan a Medellín cada año buscando el paraíso reclamado.

Fabián me mira con esos ojos solos a través de la selva de su cabello. Diariamente recoge 20 mil pesos en monedas que, digamos, se gana con el sudor de su frente: durante ocho horas diarias, sin descanso, Fabián o el "Che", como lo conocen, lanza esos palos pintados por los aires en cada cambio de semáforo. Son unas 80 funciones diarias, a razón de 300 pesos en monedas por acto.

-Ese dinero le queda para el consumo, básicamente- explica Lucas Arias, coordinador de la atención al habitante de la calle- porque nosotros le damos comida, lo vestimos y él duerme en la calle.

"Y no se corta el pelo ni la barba", pienso. Entonces hay que saber por qué habita la calle. Y la respuesta es sencilla: en Argentina no le quedaba nada. Su padre murió, su familia lo aisló debido a su adicción a las drogas y solo le quedó caminar por el mundo. Y en Medellín se amañó.

También fue la historia de Jeison Anderson. Él es ecuatoriano, de manos finas y ademanes suaves. Se mantiene con una pañoleta violeta en el cuello. También cayó en tentación. Vive en el río, en esos apartamentos improvisados que son las tuberías de desagüe. Hace cuatro años que habita las calles de Medellín. Vive de lavar la ropa de sus compañeros, de hacer almuerzos de mil pesos que incluyen sopa, seco y un vaso de frutiño. De soñar con ser un estilista profesional.

-Me quedé porque aquí sí me puedo llamar Jéssica- dice Jeison o Jéssica, arreglándose unas gafas oscuras que él mismo pintó de violeta.

Vive feliz porque lo toleran. Nació en Quito y su familia, entre la que estaba su madre paisa, de Bello, se trasladó a Bogotá. Estudió tres semestres de Ingeniería Civil en La Javeriana. La prostitución y las drogas lo sacaron de allí y de su familia, y lo dejaron en la calle.

Llegó a Medellín y en el paseo del río lo acogieron como uno más. Poco a poco, la calle le fue oscureciendo la piel, le fue afianzando su coraje y le apretó el alma para sobrevivir.

Hoy vive en un cambuche de colchones viejos, donde les guarda rebujos a los demás. Le gusta esta ciudad de clima caliente, pero no feroz, donde puede vivir en paz. "Aquí me puedo llamar de cualquier manera. Los compañeros me tratan de Jéssica. Puedo consumir sin tanto problema, porque esta es una zona de tolerancia", dice mientras termina de comer un fríjoles con arroz que tiene en una bolsa.

A pesar de que está enamorado y feliz, dentro de lo que se puede, extraña a sus papás y sus tres hermanas, quienes viven en Quito y pide que escriban, que si de alguna forma pueden contactarse con él, que lo hagan.

-Me gustaría saber de ellos- dice lacónicamente.

Entonces Lucas, después, cuando lo encuentro para hablar sobre Jeison, acepta que además del clima, una de las cualidades que atrae a los habitantes de la calle del mundo, pero en especial de Colombia, es el tratamiento que se da a la adicción y al consumo de droga.

Según un estudio nacional de consumo de sustancias, Medellín es la ciudad más "tolerante" en el tema. O sea, es la ciudad donde menos nos importa que la gente se drogue en la calle. Y si nos importa, nos hacemos los desentendidos. No molestamos.

Eso ha significado, en parte, que el 40 por ciento de los habitantes de la calle sea de otras ciudades, en especial de la Costa Atlántica y del Urabá antioqueño. Esa permisividad, y los 10 mil millones de pesos que se gasta al año la Alcaldía de Medellín en atención al habitante de la calle, la convierten en una especie de remanso para quienes están enfermos de droga.

Aunque en Bogotá se invierte casi el doble y tiene mejor infraestructura en el tema, la sociedad es muy cerrada frente a la droga. Y la mayoría de los habitantes de la calle son consumidores. "Eso sin contar el frío que hace", dice Lucas.

Además de ser generosa en limosnas, Medellín es generosa en trabajos de la calle: cuidar carros, calibrar llantas, reciclar, ventas ambulantes, limpiar vidrios en los semáforos y parar taxis.

Jorge Rendón, boricua, de la ciudad de Ponce, ha sobrevivido así, parando taxis, abriendo puertas, esperando una moneda.

Llegó a Colombia por Buenaventura, porque era marinero e iba de "Puelto en puelto, buscando foltuna". Mientras esperaba unos chavos (pesos), caminó el país y entonces llegó a Medellín, hace ocho meses. Y aquí se quedó. "Es que Medellín se parece mucho a Ponce, la ciudad de donde vengo".

Jorge tiene la nariz torcida, un chichón en la cabeza y lo envuelve el tufo de la fiesta. "Estoy en la calle porque soy muy alcohólico y me gusta mucho la fiesta", dice con un marcado acento isleño, mientras me pide gaseosa para refrescar la garganta desértica por la resaca. "Era consumidor también, pero ya no puedo".

Ya no puede porque antes era un tecato (adicto a la heroína) y no tenía los 35 mil chavos para pagar un pase. "Eso fue lo más duro de llegar, la cuicuisia (abstinencia). Durante un mes estuve vomitando y mareado", recuerda mientras busca otra cosa que pedirme, pero no hay más.

Entonces se amañó, porque esa es la palabra universal para los que se quedan. "Es que Medellín es una ciudad muy cordial, muy amable. La gente es muy querida. Y aquí con los 12 mil pesos que me gano con los taxis, me alcanza para comer y enfiestarme", dice con ganas de juerga. Aunque sabe que tiene que volver. Jorge me cuenta que el "pasapolte y la security card ", se los tiene una señora en Bello.

"Yo tengo que volver en marzo, porque yo me casé en Puerto Rico, con una mujer que quería la nacionalidad gringa y le tengo que cumplir con unos papeles. Además, mi maima, que tiene 92 años, cada vez que nos hablamos me dice que esta vida de perros no es para mí, que regrese", cuenta con el ánimo descendente, porque ya se tiene que ir a trabajar.

Jorge vuelve a la calle, donde se desvanece y parece igual de paisa al resto. La nacionalidad se pierde, su origen no importa. Importa sobrevivir en estas calles de fronteras abiertas.

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