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HISTÓRICO
Muertos que siguen vivos
  • Diego Aristizábal | Diego Aristizábal
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Diego Aristizábal | Publicado

Los primeros días de noviembre, cuando se pasa de celebrar la fiesta de todos los santos a la de todos los muertos, acostumbro un ritual que comienza con un poema que me recito en la madrugada del 2 de noviembre en mi biblioteca: "Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos. / Si no siempre entendidos, siempre abiertos, / o enmiendan, o fecundan mis asuntos; / y en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos (?)".

Es un ritual silencioso que apenas los gatos que madrugan conmigo se percatan mientras volean sus colas como si santiguaran el acto. Recorro los lomos de mis muertos siempre vivos con tan solo abrirlos y una pequeña luz de minero sin oficio ni riesgo ilumina casi que selectivamente las líneas que sigo al mejor estilo de San Ambrosio. No hay rigor, sólo deleite, sólo un llamado a esas palabras que nos han quedado. Paso sin miedo de profanación de un trozo de la historia del Diablo o de la historia de Cristo, de Giovanni Papini, a las " Cartas a la madre " que escribió Baudelaire. Luego leo al Marqués de Sade, el " Kama Sutra ", " Las moradas " de Santa Teresa, las " Memorias infantiles " de Eduardo Caballero Calderón, un ensayo de Mark Twain o uno de Oscar Wilde, no tengo pudor, lo único que quiero es congraciarme con mis muertos.

Escucho con agrado mis silencios, camino complacido entre sombras, como si fuera un fantasma, como si fuera un animero, como si fuera un insomne que simplemente visita a sus muertos que también son los recuerdos. Recuerdo a mi abuela que recitaba poesías de María Elena Walsh, a mi abuelo que se sabía de memoria a Julio Flórez: "Todo nos llega tarde? ¡hasta la muerte! (?)", y los Rondeles de León de Greiff. A un amigo que asesinaron cuando leía sobre los "seres de los reinos olvidados".

Acaricio los lomos dispares. Me detengo en uno, quizás el último que busco en este aniversario donde los muertos una vez más siguen vivos. No es de poesía, no es ni siquiera una novela. Nada místico esconden sus páginas. No hay pie para una letanía, no hay poema en el bolillo, no hay algo que haga llorar. Es el último libro que quedó sobre el escritorio de mi padre antes de irse a morir. Leo la página 125, el capítulo que empieza: "Una estrategia alternativa para el aula de clase", la última donde quedó un pedazo de papel como separador que dice: "Presté a Amparo copias de modelos pedagógicos". No todos los muertos son poéticos, pero un muerto es un muerto.

Las oraciones han quedado hechas por si alguno de ellos todavía pena. Apago la luz de minero que cuelga de mi frente, deshago mis últimos pasos rumbo a la cama. Los gatos me siguen, maúllan. Me acuesto con el cerebro intranquilo. Recito de nuevo a Quevedo como si fuera él un salvador de almas. Planeo mis sueños para reencontrarme con mis muertos así nunca sueñe con ellos. Apenas amanece me marcho de casa para velar el día con un librito de Gertrude Stein.

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