El objetivo del supuesto pacto de no agresión ni homicidios entre pandillas de Medellín y su área metropolitana, que rige hace tres semanas, es de por sí cuestionable: nació del interés de las dos estructuras dominantes del bajo mundo ("los Urabeños" y "la Oficina") para trazar límites en la repartición de la "torta delincuencial" y no para emprender algún proceso de sometimiento a la justicia ni desarticulación estructural de las bandas que azotan el Valle de Aburrá.
Es decir, no hay ningún ánimo de pacificación real y deslindamiento del crimen sino, precisamente, una reorganización estratégica que asigna roles y tareas criminales muy precisas a cada bando, para reducir las fricciones entre sí, y bajar los ataques y homicidios, al tiempo que se evita la presión policial que ha mandado a la cárcel en los últimos seis meses a 27 jefes -de primer y segundo nivel- de bandas y combos y ha desvertebrado organizaciones como El Hueco-Calatrava, Robledo, Los Chivos, La Loma y Trianón (con total de 79 capturados, según reportes de Policía y Fiscalía).
Algunas organizaciones sociales y de derechos humanos plantean que se aproveche la actual tregua, que incluso confirmó el mismo secretario de Seguridad de Medellín, Arnulfo Serna, para buscar que las bandas garanticen el respeto a los civiles, desvinculen a los menores del conflicto urbano, aporten recursos para su autodesmonte y reparación a sus víctimas y mantengan su pacto de no agresión hasta fin de año, con el ánimo de buscar su sometimiento a la justicia "con dignidad, pero sin impunidad".
Entendemos la buena fe de esas iniciativas, pero lo que ocurre es que la génesis de la actual tregua (solo para reorganizar nichos criminales) y por fuera de la institucionalidad y de planes de sometimiento claramente controlados por el Estado, apenas es un paliativo engañoso de aquellos que en el pasado llenaron a Medellín y su área metropolitana de falsas expectativas de reducir al mínimo el conflicto urbano, y cuyos vacíos y trampas hoy sigue sufriendo la ciudadanía: tiroteos, fronteras invisibles, desplazamiento intraurbano, microtráfico, sicariato y extorsiones en todas las escalas.
Ya quisiéramos autoridades y habitantes sentir el deseo sincero de quienes están en la orilla de la delincuencia de cesar sus asesinatos y sus delitos, pero en su mayoría se trata de organizaciones y personas incorporadas a dinámicas y superestructuras criminales incluso insertas en redes mafiosas internacionales.
La información obtenida por este diario refrenda lo artificioso de la actual tregua: "Una idea que los bandos estarían negociando es que ‘los Urabeños’ continúen con el tráfico a gran escala, mientras ‘la Oficina’ retoma su función del cobro de deudas mafiosas y el control de los combos de barrios".
La Alcaldía de Medellín debe, por lo pronto, precisar qué es lo que ocurre y fijar una posición frente a estos tratos entre criminales que por demás desvirtúan el avance y fortalecimiento de las políticas de seguridad (en tecnología, logística y hombres) logrados con apoyo del Gobierno Nacional y con la combinación eficaz de inteligencia y operatividad de la Policía.
No parece ser el momento para montarnos en "procesos de paz urbana" vacíos de representatividad institucional pública, privada y civil, y que apenas parecen querer remediar el caos y la guerra entre facciones criminales. El combate a los ilegales debe seguir hasta que estos desistan de sus prácticas tan dañinas para la convivencia, el progreso y la imagen de una ciudad cansada de su violencia.
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