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Tres episodios recientes dan cuenta de los enormes desafíos que el Estado colombiano todavía encuentra en términos del control efectivo y de presencia integral en todo su territorio. Tres tragedias, tres abandonos; el Estado encogido de hombros, apegándose con fuerza a la “descarga” histórica de sus responsabilidades sobre las periferias del país; defendiendo ese centralismo cobarde y perezoso que ha dejado a su suerte todo lo que no parece importante.
Primero, los enfrentamientos entre bandas de narcotraficantes en Buenaventura. Un fenómeno que no es nuevo, pero que nos presentan como novedad en la esquizofrénica opinión pública: el puerto más grande del Pacífico ha sufrido por años de esa combinación desastrosa entre ser demasiado importante para los criminales y sustancialmente irrelevante para las autoridades nacionales. Ahora el presidente anuncia -sin mucho compromiso- el aumento de pie de fuerza en la ciudad, pero esos hombres tendrán el desafío imposible de enfrentar una mafia organizada, con armas de ejército regular, y una determinación apalancada en los enormes intereses en juego.
Segundo, los disturbios y el vandalismo contra el sistema de transporte masivo de la ciudad de Cali por parte de personajes que han sido asociados a los intereses de los más afectados por este cambio en la movilidad: los transportadores. En este punto, una mafia económica que ve cómo la sacan de un negocio en el que no son ni competitivos ni convenientes, responden con violencia ante las decisiones de beneficio público. La defensa violenta de su monopolio económico, pero particularmente las deficiencias del Estado de controlarla, de nuevo, habla de incapacidad o peor aún, prevención frente a su labor.
Tercero, la desatención de una crisis ambiental: las consecuencias de la sequía en el departamento de Casanare. El Estado central colombiano ha establecido durante toda su historia una política que permite, según el politólogo estadounidense James Robinson, “la libertad de las élites locales para dirigir las cosas como quieran” en las periferias. Por supuesto, la regla es que las dirigen mal. Casanare es el departamento que mayores recursos de regalías per cápita recibe en el país. Estos recursos, claramente, se han quedado en las manos de la élite política de la región.
Al final, pelear contra las mafias es construir Estado (concentrar el monopolio de la fuerza) y para Colombia y su clase política debería ser la prioridad nacional. El Estado no puede seguir siendo cuestionado por competidores ilegales, encogiéndose de hombros, y dejando a sus ciudadanos a merced del caos y la arbitrariedad.