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PROTESTO POR LA PROTESTADERA

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18 de agosto de 2013
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Que los ciudadanos tenemos derecho a la protesta es un principio esencial de la democracia. Quejarse, reclamar, demandar buen gobierno es una prerrogativa inalienable. Cuando un gobierno es lento e improvidente y los problemas crecen en proporción geométrica mientras las soluciones sólo surgen, si acaso, por ley de inercia, la protesta es legítima y debe ser amparada por las autoridades.

Y es verdad que en este país abundan y se multiplican los factores de malestar. Negarlo sería una insensatez. Hay una acumulación secular de insatisfacciones y desatenciones del Estado a lo largo y ancho del mapa nacional. Los territorios fronterizos son los más abandonados, como consecuencia lógica de la visión centralista de sucesivas administraciones. Las noticias de estos días lo prueban. Las zonas limítrofes padecen los rigores de la inequidad y el subdesarrollo. Forman la otra Colombia.

No tendría sentido negar que la ineficiencia estatal, con todas sus nefastas implicaciones, es fuente de inconformidad. Mientras persistan y se acrecienten los factores objetivos quedan también explicados de modo automático los motivos subjetivos, que van ensanchándose hasta hacer de la protesta un modo habitual de operar, un método casi rutinario. El que no llora no mama, según el dicho popularísimo. El que no reclama, no exige, no amenaza, no anuncia un paro, seguirá siendo desatendido sin solución de continuidad.

Si la democracia se degrada acaba convertida en oclocracia, es decir el gobierno del montón, de las mayorías desordenadas que se habitúan a utilizar la fuerza para presionar y forzar a los gobernantes a tomar decisiones no siempre justas ni basadas en el servicio al bien común. Desde Polibio hasta Maquiavelo, se ha catalogado la oclocracia como el peor de los sistemas políticos y el último grado de degeneración del poder. El pensador británico James Mackintosh la definía como la autoridad de un populacho corrompido y tumultuoso, el despotismo del tropel, nunca el gobierno de un pueblo.

La democracia se justifica por el respaldo en la voluntad general. La oclocracia es, por el contrario, la tiranía de la muchedumbre. Si la democracia se apoya en el orden, el respeto a las reglas de juego y el equilibrio entre derechos y deberes, para los oclócratas no hay ni reglas de juego, ni derechos ajenos, ni libre movilización de los demás. Quieren imponer sus intereses particulares, gremiales, grupales (así sean justificables), sin valorar el interés general.

Para hoy está anunciándose un paro más. Los ciudadanos, viajeros o estacionarios, amanecemos con una nueva incertidumbre. Eso sí, con la presunción de que el Estado acabará cediendo, haciendo concesiones, claudicando y permitiendo, a pesar de todas las advertencias, que la autoridad quede otra vez en entredicho. La protesta es legítima. La protestadera es viciosa. Protesto por la protestadera.

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