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Dos habitantes de calle miran con malicia a la cámara de video que está apagada y se funden en un abrazo y un beso. Luego del gesto ambos sonríen, les faltan dientes pero les sobran emociones.
La pareja cariñosa se despide. Son las 9:30 de la mañana y en Centro Día 2, uno de los lugares de atención básica para habitantes de calle en Medellín, ubicado muy cerca al Bazar de los puentes, hay cerca de 400 habitantes de calle que se ocupan en diferentes actividades.
Buena parte de ellos hacen fila: unos para recibir el desayuno, otros para ducharse, lavar la ropa o para que la médica los revise. Un grupo menor espera que una voluntaria los motile. Otros juegan dominó o ajedrez. A las mujeres les llegó la hora de la siesta: una de ellas lo intenta abrazando un Piolín de peluche al que bautizó “Chirretín”.
Un hogar con reglas
Tres tipos de grupos poblacionales de habitantes de calle son admitidos en Centro Día 2: los que están entre los 18 y 59 años, los que pertenecen a la tercera edad y los que tienen patología dual, es decir que además de su condición de indigencia se les han diagnosticado problemas mentales.
Esas características complejas de los usuarios, sumadas al promedio de habitantes de calle que oscila entre 350 y 440, hacen que no todo en Centro Día 2 sea color de rosa. Las normas son claras y quien incurra en riñas o agresiones contra compañeros o al personal de apoyo tiene un castigo, no puede ingresar a las instalaciones más de 15 días.
“No se pueden entrar armas ni sustancias psicoactivas. A la hora del ingreso siempre se hace un registro y una requisa para evitar que entren elementos que alteran la tranquilidad. Igual que se presenten riñas es algo normal, porque es difícil lidiar con estados de ánimo tan diferentes y con personas con tantas carencias afectivas”, señala Ferney, uno de los educadores terapéuticos del lugar.
Como la población es tan fluctuante los ingresos y los egresos tienen unos horarios fijos. Antes de cada comida, los habitantes de calle tienen que hacer un registro para que los encargados de la logística puedan calcular la cantidad de platos a preparar. Algunos de los usuarios que pasaron por estos espacios lograron su resocialización y ahora prestan su ayuda en brigadas de aseo como voluntarios.
De lejos, José Gabriel tiene aspecto bonachón, pero a medida que se acerca se le notan los trajines de la vida plasmados en su rostro en forma de cicatriz. Para él la posibilidad de asegurar los tres “golpes” del día sin pagar un peso no tiene precio. Aquí descansa de los peligros de la calle y se blinda en esa idea de algún día dejar de consumir drogas.
Transcurre la mañana. Uno de los usuarios le da un abrazo a un terapeuta y le pide disculpas por una agresión reciente. Un grupo de entre 25 y 30 usuarios están concentrados con una película y se sienten como en cine. Otro, al margen, lee a Gandhi bastante contemplativo. De repente varios corren para firmar la salida, para que les entreguen sus pertenencias y así poder volver a deambular por la ciudad. El ingreso igual que la salida son voluntarios. Muchos volverán horas más tarde buscando refugio y huyendo del ritmo implacable que traen los avatares de la calle.