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Carlos Gaviria, un humanista entre políticos

Abogado y maestro, que marcó la historia en la jurisprudencia colombiana y como líder de la izquierda democrática.

  • Carlos Gaviria Díaz falleció ayer en la Fundación Santa Fe de Bogotá, a la edad de 77 años, aquejado de una enfermedad pulmonar. El país recordará su carácter y su liderazgo para unir la izquierda democrática. FOTO cortesía
    Carlos Gaviria Díaz falleció ayer en la Fundación Santa Fe de Bogotá, a la edad de 77 años, aquejado de una enfermedad pulmonar. El país recordará su carácter y su liderazgo para unir la izquierda democrática. FOTO cortesía
01 de abril de 2015
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De todo eso, de todo lo que alcanza a hacer un hombre en una vida —magíster en Derecho de la Universidad de Harvard, doctor en Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, donde también fue profesor, vicerrector y fundador del Instituto de Estudios Políticos; magistrado de la Corte Constitucional, senador, candidato presidencial, director del Polo Democrático—, hay poco que lo defina. Político. Liberal. Cortés hasta los huesos. Humanista hasta la sangre. Pero de todo eso: lector hasta el llanto. De todo eso: melómano hasta las lágrimas.

Aquella tarde de agosto de 2012, en la biblioteca de su apartamento de Medellín, Carlos Gaviria dijo que un día iba a poner un letrero: “Aquí está lo poco que quise aprender durante mi vida”. Lo poco, dijo.

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Carlos Gaviria Díaz nació el 8 de mayo de 1937, hijo de un matrimonio difícil. Su padre, Carlos Gaviria Arango, fue periodista y escritor, bebedor fecundo, suicida. Se quitó la vida el 13 de febrero de 1944 en una tienda de Roldanillo, Valle del Cauca. Muchos años después su hijo recordó el episodio en una entrevista radial y lo diría con la voz serena y sosegada, fiel a lo que creía: Que cada quien hace de su vida lo que bien considera. Su madre era María de la Paz Díaz, profesora de una paciencia probada. Hijo de un hogar inestable, Carlos fue criado por sus abuelos.

En la crónica Carlos Gaviria Díaz, pensamiento, palabra, obra y omisión, la periodista Ana Cristina Restrepo escribió: “Los más gratos recuerdos están al lado de su abuela, Ana Holguín, ‘una mujer de primeras letras, con una personalidad brillante y muy tierna’. El abuelo, Fernando Díaz, abogado empírico, solía levantarse declamando en voz alta versos de Quevedo; en su pequeña biblioteca había obras como El jorobado de Nuestra Señora de París y Los Miserables de Víctor Hugo, o El jorobado o Enrique de Lagardère de Paul Feval”.

En las noches escuchaba historias de la boca de su abuela y de su madre, quien le enseñó a leer con Nuestro lindo país colombiano, libro de Daniel Samper Ortega. Cada día escuchaban radio-periódico y rezaban el Rosario. A los nueve años entró a estudiar en el colegio de la Universidad Pontificia Bolivariana, hasta donde llegaba en bicicleta desde Itagüí. En el colegio, y con once años, fue director del periódico Acción, donde se escribían temas católicos en los que Carlos creía, lo que lo llevó a participar tímidamente en reuniones del Opus Dei. Pero el fervor no le duró mucho. Una vez graduado fue elegido el mejor bachiller del departamento, le dieron una beca y, pese a los consejos de sus amigos más religiosos, decidió matricularse en la Universidad de Antioquia, donde encontraría las bases definitivas del humanismo que lo guiaría. Siempre extrañaría el “ambiente incomparable de la universidad pública”.

Las inquietudes intelectuales de Carlos Gaviria se incrementaron en el último año de colegio, cuando ya tenía una postura liberal y las ideas agnósticas eran una posibilidad, cuenta Jaime Jaramillo Panesso, quien lo conoció en 1954 en un club literario, donde se hicieron amigos, donde compartían textos y comentarios con los nadaistas.

—Teníamos un centro literario con varios amigos, ahí estaban otras personas que fueron médicos, abogados, matemáticos. Nos reuníamos en el barrio El Salvador, y estudiábamos los textos de Jean Paul Sartre, de Hermann Hesse, las primeras novelas de García Márquez, entre ellas La hojarasca y El coronel no tiene quién le escriba. Teníamos un periódico que se llamaba Movimiento, del que sacamos dos ejemplares, eso lo financiábamos con bailes que hacíamos en diferentes casas. Desde esa época Carlos ha sido amigo mío, nos une la afición por el tango, él es muy tanguero. Y desde estudiante tenía ese porte doctoral, porque siempre estaba bien compuesto, bien presentado, y andaba con Ortega y Gasset debajo del sobaco y nosotros le decíamos que era el sobaco más ilustrado de la ciudad. Carlos es de un gran sentido del humor. En esa época éramos universitarios, aunque el centro literario empezó cuando estábamos en bachillerato. Nosotros teníamos sesiones de crítica de cine, de poesía, de lectura de poemas propios o ajenos; leíamos mucha poesía de César Vallejo, de Neruda, de Octavio Paz —dice Jaime Jaramillo.

De la época, Carlos Gaviria recordaba: “En Medellín había buenas librerías: la librería Continental, la librería Nueva, la librería América, pero en muchas de esas librerías había censura, ciertos autores no eran vendidos porque sus dueños tenían prejuicios de orden religioso. Yo recuerdo, por ejemplo, que en alguna de esas que le nombré, pregunté por una obra de Sartre y me dijeron que allí no se vendían obras de autores ateos por principios religiosos. La librería de Federico Ospina, y luego la librería Aguirre tuvieron una línea distinta, que era una apertura extraordinaria, se conseguían textos casi que clandestinamente. Estaba en su apogeo el existencialismo, entonces era difícil conseguir las obras de Camus, de Sartre, de Simone de Beauvoir, y en esas librerías comenzaron a venderlas”.

En un viaje a España Carlos conoció a María Cristina Gómez, con quien se casó en 1967: el amor de su vida; 48 años de vivir juntos, con quien tuvo cuatro hijos: Natalia, Ana Cristina, Carlos y Ximena.

En 1961, ya graduado de la universidad, fue nombrado Juez Promiscuo Municipal de Rionegro. Pero regresaría al alma mater como profesor, luego se convertiría en decano y se acercaría a los movimientos de defensa de los Derechos Humanos que tenían su germen en la Universidad de Antioquia. Jaime Jaramillo dice que Carlos Gaviria fue su defensor cuando lo metieron a la cárcel por participar de huelgas estudiantiles en los años setenta. Luego del asesinato de Héctor Abad Gómez, el 25 de agosto de 1987, el abogado se exilió en Argentina, donde frecuentó círculos de intelectuales, bibliotecas, novedades literarias que no llegaban a Colombia, estadios de fútbol.

Carlos Gaviria salió del país por consejo de Héctor Abad Facionlince, que el día del asesinato de su padre, en el mismo lugar donde los paramilitares lo mataron —en la calle Argentina con carrera Girardot—, le dijo cuando lo vio llegar corriendo como loco: “¡Tenés que irte de aquí; si no, te matan también a vos!”. En la revista Soho, Abad Faciolince escribió: “Pocos meses después, este mismo señor de pelo y barba muy blancas camina por la Avenida de Mayo y se detiene en el número 829. Va de saco y corbata, sobrio, y lleva un libro bajo el brazo. La puerta de ese número corresponde a un café, tal vez el más hermoso de Buenos Aires, el Tortoni. Los camareros no dudan en atenderlo de inmediato, pues ese señor es la imagen de la pulcritud y de la dignidad. Pide un vermut rojo, seco, y un poco de agua con gas. Nadie le pide autógrafos. Abre el libro y lee y subraya y anota cuidadosamente sus observaciones. Es un diálogo de Platón. No alcanzo a ver bien cuál de todos, pero supongamos que es Lysis, o de la amistad. Allí, curiosamente, se habla de las canas: “Veamos, dice Sócrates. Si se tiñesen de albayalde tus cabellos, naturalmente rubios ¿serían blancos en realidad o en apariencia?”.

En el mismo artículo, Héctor dijo que ese señor canoso desde muy joven, es el responsable de algunas de las sentencias y de “las leyes que, todavía, nos dan alguna esperanza de que este país nuestro no sea completamente bárbaro”. Uno de los pocos liberales. Amigos signados por una admiración mutua, Carlos Gaviria, que luego del exilio fue vicerrector de la Universidad de Antioquia, cargo por el que hacía parte del comité de la editorial universitaria, ayudó a que Héctor Abad publicara su primer libro: Malos pensamientos.

En julio de 1992, Gaviria dejó la vicerrectoría y, en diciembre, el Senado debía elegir la recién creada Corte Constitucional. El Partido Liberal, mayoría, puso sus candidatos, entre ellos a Gaviria, que llegó ternado por el Consejo de Estado, y representando una línea más progresista que la de las mayorías en el Congreso. Su magistratura, que terminó en 2001, fue pulcra y, sobre todo, humanista, propendiendo por los derechos y las libertades del individuo. Hizo sentencias tan polémicas y contundentes como la despenalización de la dosis personal o la que permitió la eutanasia. Una magistratura que haría palidecer a los protagonistas de los actuales escándalos de las cortes.

Por el partido Frente Social y Político, que nació en una alianza con Lucho Garzón, Carlos Gaviria se lanzó como candidato al Senado para la legislatura 2002-2006. Pidió plata prestada en bancos para empezar la campaña y se lanzó a recorrer el país, que por esos años era un hervidero de violencia —masacres, tomas guerrilleras, secuestros—. Fue la quinta votación más alta del país con 116.000 sufragios. Su papel en el Congreso le valió el respaldo de los sectores de izquierda para la candidatura presidencial de 2006, por el Polo Democrático. Se enfrentó al candidato-presidente Álvaro Uribe Vélez, una contienda difícil y sin embargo obtuvo el apoyo más alto obtenido por un partido de izquierda: 2.623.000 votos.

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Pero las pasiones: las de la niñez, las de la juventud, las de toda la vida, son las que revelan.

La emoción del país por las victorias de la Selección Colombia en primera ronda del Mundial Brasil 2014 estaba arriba, y dos días antes del partido con Uruguay volví a entrevistar a Carlos Gaviria. Habló del Polo Democrático, del apoyo de Clara López a Juan Manuel Santos y de lo que eso había causado en el partido, del enojo de Jorge Enrique Robledo, que siempre el Polo estaba en estado de pugna. Pero, antes, habló de fútbol, de la feliz coincidencia de los partidos después de un panorama político tan sombrío, de Pékerman y su disciplina. Y recordó que en su infancia trató de jugar fútbol y tuvo sus partidos como goleador, pero con el tiempo perdió el interés y su habilidad: la suerte.

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—Yo estaba haciendo el perfil de Carlos y llegué a su apartamento, y hubo un momento muy especial porque él me empezó a mostrar toda su biblioteca, que es divina. Entonces empezamos a hablar de música, porque Carlos tiene una colección muy bonita, y puso la opera Nabucco de Verdi, y puso una parte que se llama Va Pensiero, muy emotiva, y entonces él se quitó las gafas y me dijo: “Oye esto, Anita, esto es lo que cantan mientras se están escapando de un barco”, y él empezó a gesticular, y de un momento a otro Carlos empezó a llorar —recuerda Ana Cristina Restrepo.

—Con Carlos compartimos mucho el gusto por el tango, él fue un tanguero consumado, un bohemio, un hombre muy culto al que le gustaba mucho la música, disfrutaba profundamente de Carlos Gardel —cuenta Jaime Jaramillo Panesso.

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Hay unos versos de la poeta chilena Stella Díaz Varín que dicen: “No quiero/ que mis muertos descansen en paz/ tienen la obligación/ de estar presentes”.

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