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De cabildos abiertos y otras tergiversaciones

Un recorrido histórico y el análisis jurídico a la institución de los Cabildos Abiertos, llevan a concluir su inviabilidad para ratificar los acuerdos con las Farc.

  • ilustración Esteban parís
    ilustración Esteban parís
20 de noviembre de 2016
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Un cotejo alerta y responsable nos permitirá saber si “el nuevo mejor Acuerdo posible” suscrito la semana pasada es una reimpresión del primero con retoques para mejorar su infeliz literatura o si efectivamente puede ser tomado como algo más que “un mejor Acuerdo bis”. El entorno del alumbramiento del último texto hace temer que más bien se trate de una segunda versión de lo mismo con maquillajes de diversa intensidad. Así lo hace temer la insistencia del Gobierno en la “falacia cuantitativa” con que acompaña toda referencia al texto de 310 páginas en el intento de confundir a la audiencia acerca de la relación entre las propuestas de los llamados “voceros del No” y la última presentación del Acuerdo viejo, con la pretensión de legitimar en virtud del número de críticas que de una manera u otra alcanzaron reflejo en la versión definitiva y última que reemplaza a la inicial, también definitiva y última. El analista cuidadoso deberá ponerse en guardia contra ese sofisma: el problema no es de cantidad sino de calidad de las modificaciones, porque lo que el pueblo colombiano se negó a aceptar el 2 de octubre contiene elementos de desigual importancia o relevancia. Unas son las líneas esenciales que en su conjunto estructuran el espíritu del Acuerdo Final rechazado por el pueblo y otras las previsiones contingentes de desarrollo, que bien pueden ser objeto de reformulaciones dentro de un contexto cuya esencia se mantiene invariable.

¿Cómo se validarán los Acuerdos?

Mientras el escrutinio detenido y profundo nos indica lo que corresponda acerca de la identidad esencial entre los dos Acuerdos, o su disimilitud positiva en dirección a la voluntad expresada por el electorado, la urgencia del momento nos impone considerar cuál será la ruta futura del Acuerdo en orden a su validación y su implementación. Es decir, si va a ser sometido a un mecanismo de legitimación popular o si sólo será llevado directamente a los escenarios de desarrollo normativo sin que previamente el pueblo intervenga para expresar su conformidad.

Varias son las hipótesis que desde hace semanas vienen filtrándose a la opinión pública y cada una ofrece sus particularidades. La primera, la de la tramitación inmediata por el Congreso de Actos Legislativos y de Leyes, implica dejar de lado la intervención de la ciudadanía, con la grave consecuencia de que el consenso bilateral Gobierno–Farc caería en el ámbito del Legislativo, que fue justamente uno de los agentes institucionales cuya legitimidad se llevó la borrasca del 2 de octubre. No puede olvidarse que el Congreso fue coautor del Plebiscito, por asentimiento expresado como previene la Constitución, y, como tal, se constituyó en corresponsable del contenido del Acuerdo rechazado.

Es difícil imaginar, dentro de las concepciones de la democracia, la hipótesis en que los órganos representativos puedan desconocer un mandato o una decisión emanada del titular único de la soberanía nacional. Recuérdese, para apreciar los angustiosos perfiles del problema, que a la fórmula del Plebiscito, previamente tergiversado para garantizar que el resultado correspondiera inexorablemente a los designios del Poder, se llegó después de haber considerado largamente el recurso a la fórmula más ortodoxa del referendo constitucional, y que en el mismo camino se descartó la posibilidad de mantener esa decisión en el ámbito de las instituciones representativas con la acción combinada del Gobierno y el Congreso con arreglo al “Marco Jurídico para la Paz”. Después de escogida la vía que resultó en desastre para los promotores del Acuerdo no parece existir otro mecanismo que la vuelta al referendo o el envío de los Convenios a una Asamblea Constituyente, previa la celebración de un gran Acuerdo de las fuerzas sociales en su integridad que le configure a ésta su misión y le señale sus fronteras.

La idea del Cabildo Abierto

Lo que sí es un disparate evidente es la idea de que al pueblo como manifestación expresa y directa de la voluntad general lo puedan reemplazar reuniones de los vecinos de cada una de las parroquias en que se distribuye el poder administrativo a lo largo y ancho de la geografía nacional con sus respectivos órganos locales de representación para la gestión de asuntos municipales. La sola formulación de la idea ya pone de presente su extravagancia y su insubsanable inviabilidad jurídica y política para producir decisiones de alcance nacional. Digo esto sin la intención de faltar al respeto al distinguido jurista que, en lo que pareció ser un infortunado impromptus, expuso por primera vez la hipótesis.

Una acreditada revista nacional la acogió con la no menos desafortunada presentación de que el Cabildo Abierto “hace parte de la tradición política del país”. Y para acreditar esta contraevidencia histórica e institucional informó a sus lectores: “basta recordar que en medio de la revuelta del 20 de julio de 1810, se citó a un Cabildo Abierto que terminó con la firma del Acta de Independencia, y que por medio de los Cabildos municipales se refrendó en todo el país la Constitución de 1886”. (Semana, edición No. 1.799).

Historia de los Cabildos

Justamente las dos experiencias aludidas por la revista habrían debido conducirla a la conclusión exactamente contraria. ¿Cómo reputar propio de las tradiciones del país una institución, la del Cabildo Abierto, que ocurrió por última vez en el momento mismo de surgimiento de la Nación colombiana como entidad política? Los Cabildos Abiertos fueron, ciertamente, parte de nuestra historia remota pero de ninguna manera de nuestra tradición institucional ya que, establecida la República, es decir, advenido el régimen republicano representativo en sustitución integral del sistema colonial hispánico de la denominación, precolombiano en el más estricto sentido, el Cabildo Abierto desapareció de nuestra organización política con todo el decorado y el entorno socio-cultural en el que tuvo sentido. Probablemente el último Cabildo de esa naturaleza tuvo lugar el 5 de agosto de 1810 en Popayán, bajo la forma de “Cabildo Abierto de los Padres de Familia” según informa don José Manuel Restrepo.

Y no es accidental que así haya sido: ella no era otra cosa que la técnica, absolutamente excepcional, de complementar con la opinión de la comunidad doméstica la deliberación de un cuerpo señorial no representativo conformado por el patriciado local en cada ciudad de la Colonia, sobre determinados asuntos de interés común. La apertura del Cabildo constituía una salida extraordinaria del curso oligárquico de la institución de alcance municipal acercándole la voz de los vecinos, y por eso mismo no podía sobrevivir al advenimiento del régimen representativo en que el Cabildo local es expresión por sí mismo de la voluntad política y administrativa común.

Las juntas de notables

Un remedo de los Cabildos Abiertos en el ambiente institucional republicano, que en el nuevo régimen se utilizó también como excepción sin repetición posible, fueron las Juntas de Notables o Juntas de Padres de Familia que al comienzo de nuestra vida independiente obraron como órganos políticos de naturaleza informal. A través de ellas, presentada la crisis constitucional de 1828 con el fracaso de la Convención de Ocaña, los vecinos de Bogotá y otras ciudades urgieron a Bolívar a asumir la Dictadura. El Libertador-Presidente siguió el consejo y ya sabemos los deplorables resultados de esa última versión del Cabildo Abierto. A propósito: ¿esa experiencia y su secuela inmediata sobre la vigencia del orden constitucional de entonces tendrá algo que ver con la propuesta de ahora que para tantos desalumbrados contiene como ideal la reunión de todos los Poderes en manos del Presidente de la República para que conduzca nuestro entramado normativo hacia la consagración de la Paz “estable y duradera” a través de la Implementación por decreto del mejor Acuerdo posible?

La historia real indica entonces la prudencia con que hay que actuar a la hora de realizar exhumaciones arqueológicas en el plano de las instituciones. Las estructuras políticas tienen todas un entorno que las condiciona y les dan sentido y no es dable trasladar el mecanismo de una época a otra para hacerlo funcionar en un contexto axiológico e ideológico distinto. Por eso es imperioso entender que los Cabildos Abiertos de la Constitución de 1991 tienen en común con los de la Colonia el nombre y poco más, y que los que ahora se realizarían estarían sujetos a una configuración normativa que los hace intrínsecamente impropios para el fin que se les está señalando en la propuesta de Semana.

La real historia de 1810

Si no es la tradición lo que acredita el Cabildo Abierto como expresión del poder decisorio del pueblo, ocurre preguntarse cuál será la explicación de que hoy se le proponga como un expediente salvador para recoger en un pronunciamiento convergente de todos los municipios, lo que luego se tomaría como consenso nacional. En este aspecto acaso influya en algunos de los sostenedores de ese arcaísmo las características que pueden descubrirse en la experiencia de 1810 en Santafé. La veraz información sobre los acontecimientos de aquél viernes glorioso permite intuir las condiciones del Cabildo Abierto de entonces que prometen ahora hacerlo funcional a los intereses del poder en nuestros días. Ellas son su extrema manipulabilidad y la facilidad con que admite el estímulo de los agitadores, que siempre están disponibles. En efecto, hoy sabemos que el 20 de julio no fue, como dijo a la sazón de los acontecimientos el más grande nuestros historiadores de la revolución libertadora “obra de la casualidad y de las circunstancias, sin que existiera combinación alguna anterior para aquel día”. Todo lo contrario, para la historiografía actual el tumulto que derribó las autoridades virreinales y las reemplazó por una Junta Suprema de Gobierno poblada predominantemente por criollos fue obra de la cuidadosa planeación de la aristocracia local, la puesta en marcha de una mise en scene concebida en todos sus detalles en las reuniones conspiratorias de los días anteriores en el Observatorio Astronómico regentado por el sabio Caldas. El libreto fue previsto con particular minuciosidad hasta el punto de contener un “plan B” para el caso de que el señor González Llorente, contrariando lo que de él se podía esperar, reaccionara a la solicitud de préstamo del famoso florero con comedimiento y cortesía. Las versiones difieren en este punto: según los protagonistas, el comerciante peninsular denegó el favor que se le pidió con frases altaneras e insultantes. Liévano Aguirre piensa que no fue así y que, ante la inesperada actitud de rehusamiento amable, se apeló a la variante de introducir en la escena al propio sabio Caldas para inducir la gresca prevista. Sea de ello lo que fuere, lo que surge de ese episodio es la imagen de un conjunto de actuaciones premeditadamente encaminadas a generar el alboroto y a conducir la reacción de los vecinos hacia la Plaza Mayor para constituirse en Cabildo Abierto que desarrollara el secreto plan revolucionario. Cuando el tumulto empezó a debilitarse por el regreso a sus hogares de los primeros amotinados entra en acción el segundo elemento, la acción de los chisperos y alborotadores, (a su cabeza el inolvidable José María Carbonell), para reclutar en los barrios nuevos manifestantes, y con ellos orientar el fervor de la población cuya concurrencia facilitó la proclamación de la Junta de Gobierno mediante la aclaración (“Acuerdo Ya”) de los nombres propuestos por don José Acevedo y Gómez.

Docilidad a la manipulación

El consejo de Alberto Lleras de pensar mal para acertar me lleva a la sospecha de que son esas características de docilidad a la manipulación y de sensibilidad a la obra de los agitadores, observables en la experiencia de hace dos siglos, las que ahora aconsejan acudir al exótico anacronismo del Cabildo Abierto para simular el apoyo popular al Acuerdo que la comunidad nacional rechazó en el Plebiscito. Dispersar la sociedad en pequeños núcleos y encuadrarla en episodios parroquiales de elevada informalidad que ni siquiera incluye el voto como expresión del querer, permitiría crear una apariencia de pronunciamiento de la ciudadanía en contrario de la que, expresada por vías formales y por un procedimiento reglado de expresión popular, tuvo el inesperado desenlace que sacudió los cimientos del poder y que con tanta vehemencia le hizo ver que nunca puede contarse con la sumisión de los electores cuando se les convoca en plan de soberanos a pronunciarse mediante el voto libre y secreto de todos a un mismo tiempo.

Lirismo y fantasía frente a la vida urbana de hoy

No puede negarse que la sugerencia de celebración de Cabildos Abiertos simultáneos en todos los vecindarios tiene cierto aroma de lirismo y fantasía. La imagen eglógica de los campesinos que suspenden por un rato la recolección de la cosecha cafetera, de los artesanos que cierran sus talleres y los profesionales que abandonan de momento los consultorios y bufetes para asistir a la insólita ocurrencia de reunión del Concejo Municipal con los ciudadanos que patrióticamente acuden al llamado, puede ejercer cierta sugestión. Pero, si la historia sirve de algo, y si explica que ese mecanismo haya sido erradicado de nuestras tradiciones durante toda la existencia de la República en la que ocho Constituciones sucesivamente ignoraron la figura, el entusiasmo inicial se modera pues las advertencias que surgen del pasado remoto dejan ver la debilidad del modelo. Empiece el lector por darse cuenta de la imposibilidad de cumplir en las sociedades urbanas modernas ritos adecuados a la orientación de la vida de pequeñas comunidades.

La institución en el actual régimen jurídico

Las estrecheces inherentes al Cabildo Abierto con las dimensiones de la sociedad actual que se aglomera en comunidades populosas explica el régimen que nuestra Constitución de 1991 fija como marco de esa institución. En efecto: la regulación plasmada en los artículos 22 a 30 de la Ley 1757 de 2015 le atribuye sus rasgos que le corresponden señalando que (i) ella opera exclusivamente en el ámbito municipal (o en el departamental según la última disposición añadida al entramado inicial que contempló la Ley 134 de 1994); que (ii) su radio de acción es el propio de las competencias del Concejo Municipal o de la Asamblea Departamental; que (iii) en él participan los vecinos interesados en los actos de esos organismos confinados a la esfera del terruño; que (iv) no son órganos de decisión pues su objeto está limitado a la exposición de inquietudes por parte de los ciudadanos que interrogan y a la de informaciones y noticias por parte del Alcalde o el Gobernador, sin que pueda emitirse voto alguno; que (v) ni siquiera lo son de deliberación en sentido riguroso porque en ellos sólo puede tomar la palabra el ciudadano que se haya inscrito con un cierto término de anticipación y al mismo tiempo haya presentado una memoria escrita de lo que va a pedir o proponer a las autoridades administrativas; que (vi) su dinámica como simple espacio de comunicación entre el órgano representativo y los vecinos interesados, excluye la posibilidad de que en él se formulen siquiera sea proyectos de ordenanza o de acuerdo.

Conclusión

Por todas sus características, limitaciones y rasgos jurídicos, apropiadamente concebidos por el legislador para hacer viable y fecunda la institución en la Colombia de hoy, el Cabildo Abierto es intrínsecamente inepto para adoptar decisiones de cualquier tipo así como para ocuparse de asuntos que excedan el ámbito material de las preocupaciones locales, y supone, además, el confinamiento de la manifestación ciudadana dentro de ciertos requisitos que reducen la habilitación para la participación efectiva a un número necesariamente limitado de personas.

Un problema de la magnitud y naturaleza del que entraña la legitimación política del Acuerdo de Paz insoslayablemente es objeto de la soberanía, y ésta pertenece, toda y sólo, al universo de ciudadanos mediante un procedimiento jurídico coextensivo con él, lo que vale tanto como decir que supone la puesta en marcha de una expresión de ese universo singularizada por los rasgos de posibilidad de concurrencia universal, vocación decisoria y aptitud para operar en el ámbito territorial y humano propio de la decisión que se pretende y éste, en el caso, está constituido por la Nación y el territorio del Estado en su integridad.

No sobra recordar que el soberano es el pueblo como totalidad y no la suma aritmética de sus fragmentos, y que la Constitución y la Ley están reservados como competencia, privativa a la comunidad nacional: el simple agregado de todas las parroquias no equivale a la Nación que es un ente cualitativamente superior. La suma de los acuerdos municipales con el mismo contenido aprobado a un tiempo en todas las ciudades y villorrios no adquiere por eso la fuerza y el rango de la Constitución.

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