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En casa de Henry Marsh la hora del té se adelanta a las cuatro, cuando la oscura neblina que se adueña de Londres en invierno devora la vegetación que este doctor tiene plantada en el patio de atrás. Neurocirujano de 65 años y con fama internacional, prepara café con un poco de leche en vez de una infusión, rompiendo con la tradición británica. Viste un saco azul oscuro, pantalones de pana del mismo color y unas llamativas botas rojas. Los mismos dedos finos y arrugados con los que mueve la cucharilla en el café han sido su mejor herramienta para entrar en los miles de cerebros que ha operado a lo largo de su vida. Esas manos con las que a ratos echa delicadamente leña al fuego de la chimenea son las mismas que también han explorado los misterios del sistema nervioso.
Para el doctor Marsh nunca ha supuesto un problema contar los errores que ha cometido en el quirófano. Fallos que pueden ser fatales. Su autoexigencia le inclina a reclamar hoy más humildad a sus compañeros y menos miedo al afrontar diagnósticos complicados. Sus críticas a la gestión del sistema sanitario inglés, que vierte con frecuencia en los medios de comunicación británicos, y sus dotes empuñando el bisturí le han convertido en referente entre sus colegas de oficio. La empatía con el resto de sus compatriotas se amplificó tras confesar sus flaquezas en sus memorias, Ante todo, no hagas daño, que ahora publica en español la editorial Salamandra tras encabezar la lista de best sellers de Reino Unido y Estados Unidos y ser reconocido mejor libro del año por los diarios Financial Times y The Economist. Hoy jubilado, firmó hace unos meses su baja en el hospital público St George’s, uno de los centros universitarios más reconocidos de la capital británica. Pero el departamento de neurocirugía del centro sigue contando con su valiosa experiencia.
El balance de su carrera demuestra por qué es uno de los mejores especialistas de su país: en tres décadas ha liderado unas 15.000 operaciones (500 al año en promedio). Asegura que aún mantiene el pulso firme. Pero hoy prefiere echar una mano a otros colegas de países subdesarrollados que le piden directamente ayuda y transmitir sus conocimientos a otros profesionales.
Una vez acabado el primer café de esta tarde de enero, Marsh cuenta cómo descubrió su vocación tras presenciar una operación de aneurisma cerebral cuando trabajaba de interno en una unidad de cuidados intensivos. Aquella intervención a la que asistió el joven doctor consiste en poner un diminuto clip de titanio pinzando el cuello de una arteria para impedir que estalle. El cirujano ha de trabajar en un espacio estrecho situado bajo la masa encefálica empleando el microscopio para dar con el aneurisma, que se produce cuando se dilata un vaso sanguíneo por debilitamiento de sus paredes y puede causar hemorragias de consecuencias fatales en el encéfalo. No hace falta insistir en la precisión que se requiere para afrontar semejante desafío. “En aquel momento, comprendí por qué se comparaba este tipo de operación con la función de desactivar una bomba”. Para alguien que no da la espalda a los retos, la neurocirugía se presentó entonces como un campo de batalla en el que cada día se podía ganar o perder. Eso sí, la victoria llevaba directa a la fama.
Después de años de obsesiva e intensa dedicación, alcanzó el estatus de deidad en Reino Unido. No publicó ninguna investigación reveladora. No ha llevado a cabo ningún descubrimiento innovador. Son sus manos y la extraordinaria destreza de su manejo las que llevaron al olimpo de su especialidad. Pero también hay hitos que jalonan su carrera. Marsh se convirtió en el primer neurocirujano que aplicó en su país anestesia local en una operación de glioma, un tumor que se sitúa en zonas del cerebro cuya función es básicamente el lenguaje y los movimientos de las extremidades. El paciente permanece despierto durante la intervención, de manera que el cirujano puede preguntarle si puede mover una pierna o articular una palabra mientras intenta extirpar el nódulo. Sucedió en 1989. Él tenía 39 años. “Es increíble ver cómo el paciente me habla mientras yo le opero la cabeza”, dice.
Descubrió esta técnica en Estados Unidos, y la llevó a cabo en su país para la cirugía de gliomas. El enfermo soporta esta experiencia porque el hueso del cráneo y el cerebro son insensibles al dolor, como explica Carlos Ruiz-Ocaña, presidente de la Asociación de Neurocirugía de España. Lo que duele es la piel y el músculo. Hoy día esta práctica es bastante cotidiana, pero como el doctor Marsh confiesa en la mayoría de las conferencias que imparte, cualquier tipo de cirugía cerebral sigue siendo “horrible para el paciente” por la gravedad de las posibles lesiones derivadas. Con el fin de evitarlas se han desarrollado técnicas no invasivas que evitan afectar al cerebro. “Es irónico que el progreso en neurocirugía consista en convertir esta especialidad en algo cada vez más innecesario”, reflexiona el doctor Marsh.
En esta casa de dos plantas en el barrio de Wimbledon, al suroeste de Londres, todas las estancias están repletas de libros. Sobre el brazo de uno de los sillones reposa abierto por la mitad un ensayo sobre el altruismo de los chimpancés. Hay otros animales que obsesionan al habitante de esta morada. La oscuridad del patio trasero esconde un taller de bricolaje y un par de colmenas. En mayo de 2012, una llamada le pilló con las manos en la masa. “Henry, los vecinos han llamado quejándose de que tus abejas andan sueltas”.
Marsh estaba operando aquel día a un paciente con un severo estrechamiento de la espina dorsal cuando Gail Thomson, su secretaria, entró para soltarle aquella bomba. La cirugía estaba a punto de acabar. El médico soltó una palabrota y metió prisa a su equipo. Al finalizar, subió a su bici y salió disparado. No llegó a reunirse con la familia del paciente. Confió la tarea al entonces residente Michael Levitt. Marsh llegó a su casa y enfundó su silueta alargada en el traje de apicultor. Como si se tratara de una larga y difícil cirugía, se pasó el resto del día librando otra batalla para atraer a los insectos a su patio. La anécdota retrata las obsesiones del protagonista, que se mudó a esta casa hace 17 años tras divorciarse de su primera esposa y madre de sus tres hijos. “Reconozco que tuvo que ser muy difícil vivir conmigo durante mis primeros años de neurocirujano”.
Escribir en un diario sus escenas de hospital supuso un acto de purificación. Marsh no sabe la cifra exacta de operaciones que salieron mal. Pero sí recuerda que tres de sus pacientes acabaron muriendo en el quirófano. Es entonces cuando agacha la cabeza y guarda silencio. Y añade: “En ese momento, lo más complicado es enfrentarse a las familias”.
“Sin una cirugía te quedarías ciego en una semana y morirías en tres”. Jim Richardson, de 45 años, recuerda cómo al escuchar esa frase fue consciente de su enfermedad. En 2012 le diagnosticaron un tumor en la glándula pineal, en lo más profundo del cerebro. El especialista lo visitó la noche anterior a la intervención. La operación salió bien. En apenas tres meses, estaba recuperado. El verano pasado quedaron para jugar al golf. “Inauguramos el trofeo Henry Marsh”, dice Richardson.
Marsh insiste a los residentes en que la vinculación emocional con el enfermo es necesaria, pero hay que saber encontrar un equilibrio.
“Déjame hacerlo, Henry. Lo tengo controlado. Déjame, por favor”. Otra operación de aneurisma. El neurocirujano está de los nervios. Le ha dado al interno Timothy Jones la oportunidad de poner la grapa que pinza el cuello de la arteria dañada de un aneurisma pero no consigue ajustarla bien. Otro movimiento equivocado provocará una fuerte hemorragia. El joven quiere solucionarlo, pero el maestro duda. Al final cede y Jones remata la operación.
Marsh ha entrenado a más de un centenar de internos en Londres. En los últimos años ha presenciado cómo las mujeres se han incorporado al equipo hasta ocupar el 30% de las plazas de residencia. “Ellas son mejores profesionales que nosotros porque saben escuchar. Hay mucho macho alfa en este trabajo, sobre todo al principio”. Con el propósito de bajarles los humos e instruirlos en la esencia del oficio, el sabio acude una vez por semana a la segunda planta del hospital St George’s, donde se ubica el área de neurocirugía.
“Esta mujer tiene un apellido. ¿Podrías decirnos cuál es?”. Son las ocho de la mañana de un lunes de enero. La reunión entre los residentes y especialistas acaba de empezar. Hoy le toca a Davide Boeris, de 33 años, presentar los casos más complicados que han entrado las últimas 24 horas. A pesar de estar oficialmente jubilado, Marsh sigue presidiendo algunos de estos encuentros. El maestro llama la atención al joven por no dar el apellido de la enferma. Nadie le rechista. Todos le respetan. También las cuidadoras, el personal de limpieza, los jardineros y hasta el recepcionista.
Fuera de la reunión, Julia Jones, jefa de enfermería, sale al enorme balcón situado en la zona de los pacientes. Una estancia de la que Jones se muestra orgullosa. Marsh y sus colegas compraron unas cuantas tumbonas, mesas y sillas para el disfrute de los enfermos. Jones, de 51 años, reconoce que el liderazgo del neurocirujano ha chocado con algunos de los gerentes que han pasado por allí. El doctor Marsh cree que los hospitales son lugares poco saludables y los compara con las cárceles, donde cada ingresado tiene uniforme, número y un habitáculo enano. El año pasado, publicó una carta en el tabloide inglés Daily Mail en la que despreció la política sanitaria de David Cameron. Fue después de que el primer ministro británico hubiera dicho en el mismo diario que le había encantado el libro del médico. “El problema es la falta de dinero. Quiero que los políticos reconozcan que es complicado mantener la sanidad pública sin recaudar más fondos”. La mayoría de sus colegas le apoyan. Marsh sabe que la gestión es necesaria, pero siente cierta aversión hacia el funcionamiento de las grandes organizaciones. Fue miembro de la Asociación Europea de Sociedades de Neurocirugía, pero se retiró por “impaciencia”.
En la salita donde los neurocirujanos del hospital St George’s se reúnen para compartir sándwiches y confidencias, cuelga desde hace dos décadas una caricatura del cuadro Los cosacos zapórogos le escriben una carta al sultán de Turquía, que el artista ruso Repin pintó originalmente en el siglo XIX. Entre los rostros de estos guerreros eslavos destaca un señor de gafas redondas y calva rosada que resulta ser Marsh. No es la única cara que desentona. Hay otro tipo con gafas de cristales cuadrados: el especialista ucranio Igor Kurilets, portador del regalo. “Recuerdo que al abrirlo me dijo: ‘Henry, nosotros somos como los sangrientos cosacos”. Marsh conoció a su colega en su primer viaje a Ucrania. En 1992, fascinado por la historia de la URSS, visitó las instalaciones sanitarias del país. Como relata en The English surgeon (el cirujano inglés), un documental en el que cuenta su experiencia en el país eslavo que fue galardonado con el Emmy al mejor programa científico de 2010, la situación que presenció fue dantesca. Desde entonces visita a Kurilets una vez al año para asesorarle en los casos más complicados. Esta labor altruista le llevó el año pasado a Albania y a Nepal. “Todavía no estoy preparado para retirarme”, admite.
Domingo por la tarde. El reloj de la cocina de la casa de Marsh da las 18.30. El neurocirujano se retira de la chimenea para prepararse un gin-tonic. Con la copa en la mano, invita a subir al ático que ha reformado y ver desde la terraza las vistas de Londres. La estrechez de sus hombros, acentuada con los años, se hace aún mayor cuando los encoge al preguntarle qué hay más allá del cerebro.
–¿Ha encontrado alguna vez el alma?
–No creo que exista, ni tampoco que haya vida después de la muerte. Cuando el cerebro muere, lo hacemos nosotros.