El equilibrio de Marta Sin Apellido está en la espalda. Abordó el metro en la Estación La Estrella pasadas las cinco de la mañana, para llegar a clase de seis en una universidad de Bello, donde estudia Comunicación.
Apuntala su espalda contra una de las puertas del vagón, una de esas que no se abren en las estaciones. Justo detrás suyo, a la altura de sus omoplatos, hay una calcomanía institucional con un letrero que dice: «No se apoye en la puerta», acompañado de una ilustración que muestra a un humano haciendo de hipotenusa y con el pie apoyado en la superficie que tiene detrás.
Ella debe ir así para usar sus manos en resolver un taller de sociología para entregar en clase de seis. Va mirando las preguntas en una hoja y respondiendo, de cabeza, en su cuaderno.
“Este es un vicio que he tenido toda la vida —explica—. Yo siempre era la que iba haciendo tareas en el transporte. Me parecía que esa vuelta era tan larga y cuando no me dormía, aprovechaba para adelantar trabajo. Ganaba tiempo y en mi casa podía dedicarme a las dos cosas que más me ha gustado hacer: hornear galletas y leer libros”.
Va escribiendo con letras gordas, azules en las preguntas, verdes en las respuestas.
“Yo leo hasta en el busesito alimentador de la casa por La Ferrería, a la Estación. Me han dicho, sí, que se me puede desprender la retina. Pero, no sé, me parece un tiempo muerto”.
En hora pico, el metro está tan congestionado, que, si acaso, puede leer un poco, jamás puede escribir, comenta.
Justo cuando en el altavoz indican: «Próxima estación Poblado», ella desprende las hojas del taller terminado, las marca y guarda en el mismo cuaderno, que empaca en un pesado y apretado morral, del cual, a renglón seguido podría decirse, extrae un documento sobre los derechos humanos, para ir leyendo de ahí en adelante: «Es el que trabajaremos en clase», aclara y se abstrae de todo. Ignora las entradas y salidas de la gente. No se da cuenta del hombre que ingresó en silla de ruedas empujado por un policía bachiller y dejado muy cerca de ella. Ni del bebé que duerme. Ni de la vistosa pañoleta de la abuela que cabecea. Ni cuando se desocupan dos puestos.
Ignora, incluso, que frente a ella, también de pie, un muchacho, audífono en los oídos, lee un Manual de Bacteriología encuadernado en cartulina amarilla con el título marcado. Y que lo viene haciendo desde la Estación Envigado. Es Mateo Ruiz, un hombre de una barbita recortada que le enmarca boca y mentón, viste una camiseta del DIM y una gorra amarilla que le hace juego con los tenis. No se sostiene. No levanta los ojos de ese libro que se nota a leguas que es una copia, con renglones apretados, con ilustraciones negras de implementos de bacteriología con su respectivo nombre debajo: «Contador hematológico», «Horno», «Contador de glóbulos blancos», «Microscopio», «Espectrofotómetro», «Equipos medidores de alergias a antibióticos», y claro, pipeta, tubo de ensayo, beaker, estos sin su denominación... Lee tan rápido, que en Industriales ya ha pasado una veintena de hojas.
“Tengo examen ya mismo. No pude estudiar y ahora no tengo tiempo de demorarme en ningún tema. Lectura rápida, usted sabe cómo es, men”.
Una chica de la Remington lee porque quiere en su tablet asuntos de control de calidad. Estudia una tecnología en Procesos Industriales.