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Como niños que han cometido una travesura y están escondidos tras la puerta, mirando a través de una hendija qué caras hacen los de afuera al descubrirla, son los autores que usan seudónimos. Los escritores están ahí, escondidos a la vista de todos, con las orejas enhiestas tratando de oír lo que se dice de su obra.
Ahora están en las conversaciones el caso de Elena Ferrante, italiana, autora de La amiga genial y otras novelas, cuya identidad quieren descubrir muchos periodistas. Creen saber que se trata de la traductora Anita Raja, en su faceta como creadora, pero ella no lo confirma... ni lo niega.
También está el asunto de J. R. Rowling, la autora de la saga de Harry Potter, que firmó como Robert Gailbraith la novela La llamada del cuco, aparecida en 2013. Recibió críticas favorables al principio, pero había vendido 1500 ejemplares, hasta que se supo que era la Rowling del aprendiz de mago y las ventas se dispararon.
“No, los autores que usan seudónimos no están escondidos —contradice Darío Ruiz Gómez (La ternura que tengo para vos)—, sino que buscan darle más libertad a su voz, a su estilo”.
Estos nombres falsos han servido, especialmente en épocas pasadas, para que algunas mujeres expresaran su pensamiento o su creación. Cuando sufrían de infravaloración —mayor que la actual— y de ese modo le hacían el quite a una sociedad en la que se pensaba que ellas no eran para la literatura.
Muy conocido es el caso de las hermanas Brontë, Charlote, Emily y Anne, novelistas y poetas inglesas del siglo diecinueve, que no hallaron otra manera de publicar sus obras, sino con seudónimos masculinos. Y la buscaron. Cuentan que Charlotte envió un poemario suyo a Robert Southey (Ricitos de oro y los tres osos) y recibió esta frase por respuesta: “La literatura no es asunto de mujeres y no debería serlo nunca”.
Charlotte es conocida por su novela Jane Eyre; Emily por Cumbres Borrascosas y Anne por La inquilina de Wildfell Hall. Publicaban como Currer Bell, Ellis Bell y Acton Bell, respectivamente, hasta que estuvieron seguras de que sus obras eran bien recibidas por el público.
Y para darnos cuenta de que en las clasificaciones de la literatura no hay una que se refiera a la que es hecha por hombres y otra la que es hecha por mujeres, sino que hay buena o la mala literatura, recordemos el final de la novela de Emily Brontë:
Yo me detuve allí, cara al cielo sereno. Y siguiendo con los ojos el vuelo de las libélulas entre las plantas silvestres y las campanillas, y oyendo el rumor de la suave brisa entre el césped, me admiré de que alguien pudiera atribuir inquietos sueños a los que descansaban en tan quietas tumbas.
“Creo que las razones por las cuales los escritores se firman con seudónimo —sostiene Juan José García Posada (El rincón iluminado—, son tan variadas como los casos que existen. Dos de ellas pueden ser timidez y temor”.
Recuerda que en el panfleto, el ensayo político, la crítica y la diatriba ha sido común usarlo, tal vez para evitar que sus familiares o ellos mismos sean objeto de represalias.
“¿Quién sabe o recuerda que Voltaire se llamaba François-Marie Arouet?”, pregunta Juan José.
Por su parte, Darío pregunta: “¿Quién sabe o recuerda que Mark Twain se llamaba realmente Samuel Langhorne Clemens?”. Menciona al autor de Las aventuras de Tom Sawyer como un ejemplo de los seudónimos que se buscan para dar un toque poético al nombre, que tal vez no encierra ninguna gracia ni tiene sonoridad alguna.
“Ese nombre, Mark Twain, significa algo así como ‘puede seguir navegando’, porque él fue auxiliar de navegante en el Mississippi”.
A Juan Diego Mejía (El dedo índice de Mao) no le ha parecido apropiado el uso de seudónimos.
“De lo que uno escriba, debe asumir las consecuencias —indica—. A menos que uno viva en una sociedad totalitaria, en la que no haya posibilidad de discutir, enfrentar las contradicciones ideológicas o estéticas, no con violencia sino con palabras”
En nuestro medio hay casos memorables de autores que han recurrido a seudónimos: Juan José menciona al radicalista Juan de Dios Restrepo, Emiro Kastos, y Darío a Miguel Ángel Osorio, un poco más conocido como Ricardo Arenales e inmensamente célebre como Porfirio Barba Jacob.