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La casita rural que se volvió una biblioteca

La vereda La Porquera de San Vicente Ferrer tiene una biblioteca. Una idea de una sola persona, Diana Londoño, que es ahora un sueño colectivo.

  • Los niños tienen un espacio para acercarse no solo a la lectura y la escritura, sino a otras artes como el teatro y la música. Un lugar para pasar tiempo, divertirse y aprender. FOTO edwin bustamante.
    Los niños tienen un espacio para acercarse no solo a la lectura y la escritura, sino a otras artes como el teatro y la música. Un lugar para pasar tiempo, divertirse y aprender. FOTO edwin bustamante.
  • La casita rural que se volvió una biblioteca
  • La casita rural que se volvió una biblioteca
13 de marzo de 2016
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La casita es tan simple como las que dibujan niños cuando están aprendiendo a dibujar: tres líneas y un techo en triángulo de tejas de barro. Las ventanas son rojas con chambranas y cuadros verdes y líneas amarillas, y una puerta que repite los mismos colores.

A esta casita, igual, la dibujan niños.

Sábado. 1:30 de la tarde. Escuela rural María Auxiliadora de San Vicente, Oriente de Antioquia, en la vereda La Porquera, a una hora de Medellín por la autopista a Bogotá, haciendo un giro en el retorno No. 10, siguiendo una carretera de curvas por nueve minutos, para luego doblar a la derecha otra vez y andar otros cinco por un camino destapado, que tiene las piedras bien puestas –afirmado, dirían otros–.

Los pequeños están detrás de las cortinas del auditorio de la escuela y se ríen de la pena. Sus papás y otra gente que no conocen están sentados esperando que empiece la obra de teatro que ellos mismos hicieron. De pronto Camila Henao se asoma y pone libros sobre el piso, y después se escucha música, hay un baile y Juliana Guzmán, con su voz infantil, cuenta que había una vez una casita rural con una biblioteca cerca a sus casas. Luego el viento aviva una fogata y los bomberos llegan en un carro de cartón a salvar los libros y hay un gracias y un con mucho gusto y una conclusión: que toda la comunidad va a leer los libros a la biblioteca y se dan cuenta de que son felices para siempre. Fin de la obra y los actores vuelven detrás de la cortina, a reírse otra vez.

La puesta en escena fue la inauguración oficial de La casita rural, la biblioteca que queda al frente de la escuela. Es tan chiquita que caben los 35 estudiantes y, además, cualquier otro vecino que quiera asomarse.

El principio

Tener una biblioteca era una idea vieja de Diana Londoño. Cuando estaba pequeña iba de paseo a la finca, justo al frente de la escuela. Sus dos amiguitos de la vereda solo llegaron hasta quinto de primaria, y eso la marcó: tan pocas posibilidades para la gente del campo.

Luego se encariñó más, porque estudió agricultura, y entre las idas y las venidas de la vida, que incluso la llevaron a vivir a Holanda, se le ocurrió que la casita al lado de la casa grande, donde sus papás guardaban rebujo, era perfecta para una biblioteca. Habló con su papá y abrieron los libros de su casa para consulta general. Hasta que se dio cuenta de que más que un espacio, que es importante, lo fundamental es acompañar.

Diana intentó con la gobernación, hace más de dos años, con un proyecto de articulación con el parque educativo de San Vicente, pero nadie le respondió.

Se desilusionó con los gobernantes, pero hizo un último intento: consiguió una cita con la Secretaria de Educación de San Vicente Ferrer, Gloria Giraldo, con la ayuda de una vecina, que consiguió la cita por un estudiante, que a su vez la logró por la esposa de un señor que, al parecer, era el notario del pueblo, si bien podría serlo de otro.

Allá le contó a Gloria “que al borde de una carretera polvorienta de la vereda La Porquera –escribió Diana en el discurso de inauguración– había una casita abandonada que ya había sido tienda, billar, tomadero de cerveza, bodega de semillas y hasta depósito de basura, pero que creíamos que este era el momento de que esa casita se convirtiera en biblioteca. El piso era de tierra, el techo tenía goteras y los muros estaban torcidos (o despistados, como lo expresó el maestro de obra)”.

La casita rural siguió en más conversaciones, en contarles a los amigos en encontrarse con la profesora de la escuela, Sofía Rivera, para trabajar juntas.

La casita empezó a ser.

Ahora no hay piso de tierra, el techo no tiene goteras, las puertas y las ventanas están pintadas, hay estantes para los libros, hay libros, juguetes y muchos sueños dentro, de crecer.

Los recuerdos

La primera actividad, sin haber casita, fue hace dos años. El presupuesto, 50 mil pesos. Nada más. Fue una tarde en la que hicieron cometas y las elevaron en un llanito que encontraron cerca. Les llegaron yogures y apareció una banda de rock que tocó en concierto. Después, los niños fueron los músicos. “Se retorcían tocando la batería, sacaban la lengua, cerraban los ojos y sacudían la cabeza. Esa respuesta nos dejó a todos boquiabiertos. Las cometas nos proporcionaron una filosofía que es contraria al sistema: no importa la plata, sino el tiempo que se comparta con los demás, qué estamos dispuestos a entregar”.

La casita ha sido un milagro entre amigos, sin pedir dinero. Los recursos resultan por el amor de alguien, como esa vez que llevaron a los niños a la Universidad Nacional y les tomaron una foto donde los graduandos se suelen fotografiar, para tenerla de recuerdo en el futuro, cuando uno de los niños se gradúe allá. El transporte costó 380 mil pesos, que son 20 mil menos del presupuesto de todo un mes en La casita rural. Juemadre, alcanzó a pensar Diana, antes de recibir la llamada de su mamá, diciéndole que habían donado un millón de pesos.

Así funcionan. Entre amigos que llegan con cajas llenas de libros, como el día de la inauguración, que un señor y unos jóvenes les dieron joyas de la literatura colombiana, e historia y geografía, describió él, para que los niños “sepan quienes son nuestros escritores”. Había una caja llena de pinceles y colores, y unas chicas de la universidad, voluntarias, les regalaron el logo y el diseño de un mural, que pronto una artista irá a pintar. Había caballetes, además.

En La casita se suma y se multiplica. “Aquí no sabemos de contratos ni de requisitos, mas si del impacto que se logra con muy poquito”.

Los niños

Camila Montoya tiene 11 años. Sonríe más, conversa menos, y se emociona tan fácil como el resto. Como vive al frente de La casita, al lado de la escuela, es la niña de las llaves, quien abre y cierra la puerta. Por eso está tan feliz.

– ¿Dónde vas a guardar las llaves? ¿Y si se te pierden?

– Las voy a colgar y no se me van a perder, yo soy muy juiciosa.

– ¿No te da pereza abrir?

– No, porque hay que ayudar.

Es una construcción de todos.

La biblioteca le ha servido a los niños, cuenta la profesora Sofía, porque les ha ayudado a volverse más seguros, a que levanten la cabeza del piso, conversen y participen más.

Diana, con la nariz roja de tanto llorar de la emoción de abrir la biblioteca de verdad, cuenta la anécdota de la niña que no quería hablar, que habló cuando hicieron la película, al final del año pasado, después de un taller de tres días.

Esas cosas les pasan.

Antes eran niños muy tímidos. Ahora se emocionan contando, incluso, los sueños del futuro. Hay una niña que quiere ser maestra. Diana quisiera que hubiese algún agricultor. Se ríe.

“Es un espacio –expresa la secretaria de Educación– que puede propiciar otras metodologías. Las artes siempre mejoran los niveles de educación”.

También mejoran los niveles de imitación. Después de la inauguración, a Gloria ya la llamaron otras personas a decirle que quieren replicar la idea, que ellos tienen espacios en sus fincas para hacer otras bibliotecas. La posibilidad, señala ella, es de dos casitas más.

En San Vicente hay 34 sedes rurales, que enseñan de preescolar a kínder. En La Porquera, la María Auxiliadora es la única escuelita. ¿Se imaginan 34 casitas más?

La profesora Sofía expresa que en la comunidad hay muchos niños lectores, y que por eso La casita no es solo para los 35 pequeños de la escuela, sino para los de las veredas aledañas. Hay que poner reglas, por supuesto, para cuidar, pero está segura de que debe ser un proceso que apoye a otros.

Porque si bien La casita tiene las puertas abiertas, y Sofía le cuenta a las otras compañeras que trabajan en la zona rural para que participen en la biblioteca, entre más casitas haya, más posibilidades, mucho más cercanas, indica Gloria, de arte y cultura para otros pequeños.

Los resultados, más que cuantitativos, se miden es en abrazos y en ver, porque se ve cuando no confunden más la b y la v, que los niños aprenden. Son los detalles.

Un ejemplo más es el apoyo para Sofía. Ella es monodocente, es decir, es la única profesora para los 35 niños, que están en distintos cursos y edades. La única enseñándoles matemáticas, literatura o ciencias según su grado. Es, entonces, la posibilidad de dedicarles más tiempo, porque la biblioteca no es solo para ir a leer, sino además para proponer talleres.

Al principio era un tema de voluntariado, pero Diana sabe que la buena voluntad les ha ayudado a avanzar, pero para consolidar procesos se necesita remunerar el trabajo.

El primer proceso es el de lectura y escritura, que además quiere ayudar a ese reto de lograr disminuir la deserción escolar, porque muchos chicos paran de estudiar cuando terminan quinto, en parte porque el colegio queda lejos.

Con el taller, la maestra estira el tiempo. Mientras unos chicos están allí, se dedica a sus clases con los demás.

Aprendizajes

29 de enero de 2016. Primera jornada del taller. 8:00 de la mañana, puntuales. Los catorce niños de cuarto y quinto firmaron el compromiso de participación y pasaron sus pupitres de la escuela a La casita, que no tiene mesas todavía.

La actividad pasó por imaginar su conversión en un animal, y aunque hubo muchas risas, un niño se puso a llorar, escribe Diana en las Noticias de la Casita Rural, un texto que envía cada tanto para contarle a los amigos qué pasa allí. El niño se imaginó una historia con un pececito que atrapó un pescador, que se lo comió. Los compañeros, conmovidos, le dijeron que no llorara, que el dibujo le había quedado muy bonito.

Porque cada actividad es una historia que les deja enseñanzas. Ese día, que terminó con un libro hecho por ellos, les dejó una lección: que deben mejorar el silencio.

La docente sabe que escribir es un proceso, pero que con los talleres ya hechos, el vocabulario y la escritura ha mejorado.

Camila Henao se quedó hasta el final ese sábado que abrieron La casita. Estuvo mirando libros y mostrando los más bellos, según ella, a los visitantes.

– ¿Por qué te gusta La casita?

– Porque tiene libros y espacios para compartir. Además está muy linda, ¿ves?, y tiene libros nuevos.

– ¿Qué libros has leído ya?

– He leído muchos. ¡Ya me leí uno en inglés! –porque tienen profesora de inglés, una joven voluntaria–.

– ¿Y tu mamá te da permiso para venir?

– Sí, pido permiso y vengo.

–¿Cómo te fue en la obra de teatro?

– Yo era la protagonista. La inventamos todos juntos, queríamos darles una enseñanza, de que los libros son importantes para nosotros.

La Casita Rural es una casita de 55 metros, así de pequeña en espacio, tan grande como la imaginación los deja dibujarla. Todavía no tienen contador, pero hacen balances financieros para los amigos que ayudan, donde suman y restan para saber, escribe Diana, cuánto les queda para futuros milagros. Balance caserito, lo llaman.

Los gastos se van en la línea de trabajo de apoyo a maestros rurales, con actividades para los niños, y la otra, la de la biblioteca e infraestructura, es la más milagrosa.

Para construir La casita, por ejemplo, no se aceptó dinero, en tanto el espacio pertenece a personas naturales, la familia de Diana, que asumió la adecuación. Costó diez millones de pesos y ese es otro proceso, que ella resumió en el balance caserito de 2015: “los materiales se compraron en la ferretería de las partidas y en el aserrío de un señor de la vereda. El constructor es familiar de unos vecinos de la escuela. La construcción de la biblioteca ha dinamizado un poco la economía de la vereda”.

Entonces siguen soñando. Las cuentas alegres indican que para tener un incremento de la frecuencia de los talleres y mejorar la continuidad necesitan 4 millones 400 mil pesos. “Eso parece mucho, pero no es tanto, porque sumando el saldo de 2015 y un par de aportes que recibimos esta semana, ya contamos con 3 millones 400 mil”.

Es decir que a final de 2015, cuando se hizo el balance caserito, ya estaban casi listos para 2016. Un millón no es tanto, si se mira al revés.

Porque La casita es, sobre todo, un ejemplo de que la solidaridad existe, de verdad, y no está solo en cuentos de hadas.

Róbinson Marín remoja con la regadera verde, casi de la mitad de su tamaño, las plantas de La casita y el nuevo jardín que sembraron el día antes de la inauguración, insolados y todo. Que ya terminó de remojar las matas, le dice a la profesora.

La casita es de todos.

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