"Yo también he sentido miedo. A veces he tenido ganas de quedarme callado, pero me da mucho remordimiento, porque oigo berrear a los muertos". Eso dijo, en 1983, el párroco de Remedios, Gabriel Yepes, ante las continuas masacres de ese municipio antioqueño y de Segovia.
Esta modalidad, la masacre, viene desde la época de la colonización de los españoles, pasó en la violencia bipartidista y aún se mantiene.
Hoy, su práctica es más notoria, tanto por parte de la guerrilla como por los paramilitares, que para contrarrestar a los insurgentes y neutralizar toda iniciativa de la comunidad, apelaron especialmente a tan absurda estrategia.
En muchos casos contaron con el maridaje de miembros de la Fuerza Pública y de políticos que decían ser voceros del orden.
Esta semana a la piel de los colombianos la pringó de nuevo el escalofrío.
El Centro Nacional de Memoria Histórica presentó el informe"¡Basta ya… Colombia: Memorias de guerra y dignidad". En este gran informe, el grupo de investigadores, dirigidos por Gonzalo Sánchez, recoge lo ocurrido durante 54 años de guerra en Colombia.
Un dato espeluznante: murieron 220 mil colombianos y 8 de cada 10 eran civiles. El resto, el 20 por ciento, corresponde a actores en conflicto: guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y otros.
Hace un tiempo conversé con Gonzalo Sánchez. Me contó aspectos profundos de su trabajo, que busca visibilizar a las víctimas.
Miles de estas caen cada día, pasan al anonimato y del anonimato al olvido. Recordar en medio de la guerra tiene peligros y desafíos, los investigadores lo saben.
Las palabras del párroco Yepes son el espejo macondiano de una realidad de lo que viven día a día las víctimas.
Callar, como pensó hacerlo el cura sin que se lo permitiera el remordimiento, es también un derecho, puede ser una necesidad, pero romper el silencio es también un deber de la sociedad.
Sí, que los colombianos oigamos berrear a nuestros muertos.
En una sociedad como la nuestra la capacidad de asombro se difumina fácilmente. Seguramente, en unas semanas solo sus familiares hablarán de los 20 soldados que recientemente asesinaron las Farc.
Ese olvido es una ley inexorable para miles de víctimas que se ven obligadas a permanecer en sus territorios, sin más escudo que el silencio y la esperanza de que un cambio haga posible la recuperación de la voz aplacada, de la palabra suspendida y el fin del temor a perder la tierra. Millones de colombianos han optado por desplazarse. Ello significa perder el vínculo social que han construido a lo largo de sus vidas.
Usted, señor lector, ¿huiría o se quedaría conviviendo con la amenaza letal? "Se van, me quedo, -hay en realidad alguna diferencia-. Irán a ninguna parte, a un sitio que no es de ellos, que no será nunca de ellos, como me ocurre a mí, que me quedo en un pueblo que ya no es mío". Así, bellamente, describió Evelio José Rosero, el escritor bogotano, en su novela Los ejércitos.
La identidad social de los desplazados se reconstruye a partir de la pérdida y el dolor.
Los códigos culturales y las pautas de la vida urbana hacen que muchos de ellos sean objeto de la instrumentalización de los combos delincuenciales.
¿Serán esos los muertos que escucharemos berrear en las décadas venideras? ¿Serán esos los protagonistas de otro informe de la memoria del futuro? Ojalá no.
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