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S ilvia Espinosa trabaja en una caseta donde vende billetes de lotería. La tarde del 17 de agosto iba a salir a fumarse un cigarro, pero llegó un cliente y tuvo que atenderlo. Mientras activaba el billete que iba a vender, pasó una furgoneta que se estrelló a diez metros de la caseta, donde al otro día la gente llegaría con flores y velas para crear un memorial. Cuando se dio cuenta, a su lado había una señora en el piso, con un rastro de sangre. Vio a un niño en las mismas condiciones y a un señor le estaban dando primeros auxilios. A pocos pasos estaba la furgoneta. Un tipo de vehículo que ha recorrido varias ciudades del mundo marcando una ruta de terror sin discriminación de nacionalidad y ha dejado huella en Suecia, Inglaterra, Israel, Francia y Estados Unidos, con varias víctimas fatales a su pasar. Nadie sabe para dónde va ni dónde se va a detener.
La furgoneta llegó a La Rambla de Barcelona, el corazón turístico de la ciudad, equivalente a Los Campos Elíseos en París (donde en junio de 2017 un carro lleno de explosivos atentó contra un carro de Policía) o, en el caso de Medellín, al Parque de Botero, por la cantidad de extranjeros que lo visitan cada día. Alcanzó a recorrer medio kilómetro, abriéndose paso entre la multitud, en una vía estrictamente peatonal y dejó 13 muertos y un centenar de heridos esa noche. Las ambulancias y los carros de Policía llegaron a la zona y la gente corrió en todas las direcciones buscando refugio. Los establecimientos cercanos al hecho permitieron el acceso de la multitud y los resguardaron hasta que pasó la primera conmoción.
César Heilpron, encargado del hotel Onix Rambla, contó que recibieron a unas 15 personas que llegaron a pasar la noche, a pesar de no tener alojamientos disponibles. “Teníamos directrices de que si alguien preguntaba por quedada, no pusiéramos impedimento. Durante toda la noche hubo un goteo de gente preguntando por habitación porque no podían acceder a su zona, pero nosotros estábamos completos. Preguntaban si podían quedarse aquí un rato, entrar al lavabo, beber agua. Llegaron familias, amigos, parejas y niños”. Además, cuenta que dos horas después del atentado, se generó una estampida de gente en la calle, por rumores que circulaban en redes sociales.
Carla Villanueva, responsable de la librería Altair, relata que recibieron a 20 personas, minutos después del ataque. Los acomodaron en la cafetería, en la sección de Asia, al lado de Murakami y Wu Cheng’en, donde les sirvieron bebidas calientes y sintonizaron la radio.
Pero aunque la gente en la calle estaba haciendo bien su trabajo, en las redes sociales pululaban rumores de tiroteos y alertas de bombas, así como videos explícitos, grabados momentos después de la embestida.
El Gobierno declaró luto nacional por tres días y en las calles se sentía una capa de aire pesado y de prevención en las personas, que se alarmaban al mínimo movimiento. En el mismo sector de La Rambla, ocurrió otra estampida en horas de la tarde del día siguiente. El motivo, los establecimientos que estaban cerrando persianas al mismo tiempo. Los terroristas mandaron un mensaje que se ha reforzado con cada atentado en las capitales del mundo, y es que no hay ningún lugar que no puedan tocar.
La gente respondió en multitud, cantando que no tenían miedo y que seguirán habitando todos los lugares donde el terrorismo se quiera establecer. Las velas se siguen prendiendo, las rosas se siguen levantando y las voces se siguen desgarrando pidiendo una tregua al terror. Los camiones continúa andando, pero la gente también. Si el miedo quería llegar a Barcelona, tuvo que haberla visto el día después del atentado, con personas de todas partes, en familia y en un silencio de respeto, no de temor, ni indiferencia.