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mexicanos son secuestrados en ese país cada día,
según el reporte de las autoridades de esa Nación.
Maricela Orozco busca a Gerson Quevedo, a su hijo ejemplar, al estudiante de segundo semestre de arquitectura, al novio amoroso. Lo busca en Medellín de Bravo, en Amatlán de los Reyes, en los pueblos que bordean al puerto de Veracruz, y hasta ha cruzado al extremo oeste de México, a Sinaloa, y también allá lo ha buscado.
Va en fila india, con 20 o 50 personas como ella, padres de jóvenes desaparecidos a quienes la autoridad les ha negado ayuda. Camina por lomas, por sembrados de limón y por terrenos desérticos, donde se rumora que hay fosas. Solo la noche los espanta y, una que otra vez, hombres armados.
Se vale de palas, y aunque su país tiene casi 2 mil millones de kilómetros cuadrados, Maricela y su grupo han hallado restos por cientos. Los últimos, en un sector con nombre Védalos de Arena. Allá, otro equipo encontró 106 fosas con 78 cuerpos y más de 3.000 restos.
De ese lugar le llegó un mapa a Maricela, estaba firmado por un anónimo que le sugería que ahí podría estar Gerson, el joven 19 años a quien secuestraron cuando iba a la tienda de su barrio, el 15 de marzo de 2014.
Ese día Maricela, la madre, estaba en casa. No pensó que la tardanza de su hijo mayor significara algo malo, hasta que la llamaron pidiéndole 50.000 pesos mexicanos, alrededor de 8 millones en Colombia, por el rescate del estudiante.
“La policía dijo que seguro era un secuestro virtual, que le mandáramos un mensaje a mi hijo a su celular, diciéndole que estábamos bien y que volviera a la casa”, recuerda la madre, que al ver la inoperancia de las autoridades, decidió negociar con los captores.
La familia dejó el dinero en un parque, como se lo pidieron, pero Gerson no regresó. La pesadilla continuó en la noche, cuando el hijo menor de Maricela, Alan, portero sub-17 del equipo de fútbol Tiburones Rojos, y el novio de su hija, Miguel Calderas, experto en artes marciales, salieron a buscar a Gerson con indicaciones de un supuesto amigo.
En la casa a la que llegaron, en su mismo barrio, tal vez estaba el joven secuestrado, pero cuando Maricela llegó, los delincuentes se habían escapado y Alan y su cuñado habían sido asesinados.
“Fui donde todas las autoridades, a los marinos, a los soldados, a todas las estancias, y no conseguí nada. Me di cuenta de que todos sabían lo que había sucedido, pero nada hacían”, recuerda ella, e insiste en que, al ver la omisión del Estado, al ver que minimizan el problema, los familiares de desaparecidos están pidiendo con urgencia un Plan Nacional de Búsqueda, Exhumación e Identificación de Restos, inexistente en México.
La misma petición tiene Rosario Villanueva, porque aunque ha hurgado en los terrenos de Coahuila, donde desapareció hace nueve años su hijo Óscar, y pese a que hay nueve policías capturados por el caso, todavía no tiene señales.
“Yo soñaba que al caminar por el lugar donde ocurrió la desaparición, podría haber dejado algo. Andamos con varas, barriendo el área y nunca encontramos nada, aparte de pura porquería, porque eso es lo que autoridades dejan con su falta de cooperación”, dice.
Si bien Rosario se siente incapaz de cavar en una fosa, como muchas madres lo hacen en México, sabe que leyes e instituciones deben dar una explicación sobre los desaparecidos, y ese sería un primer paso para sanar. Una indemnización (aún no contemplada en ese país centroamericano) sería lo menos importante. Aunque si alguien le ofreciera una compensación por el daño, ella pediría que le cambiaran el nombre al cielo, “y que el cielo se llame Óscar, para poder tenerlo siempre”.
Más allá de la delincuencia
En México, cuando la lógica de un grupo es que la violencia sea pública, que todos se enteren de que alguien murió, por ejemplo, envían un mensaje a rivales, a autoridades y al público de que el mal está ahí. “Es su estrategia de comunicación”, dice David Shirk, director de Justicia en México, un equipo de investigación de la Universidad de San Diego, preocupado por entender cómo ese país se sumerge en un mar de sangre e incógnitas.
Pero cuando la violencia se oculta, cuando es clandestina -y eso sucede cada vez con mayor frecuencia, los motivos son otros. El perpetrador no quiere atraer la atención, busca castigar a los de su propia organización, carece de capacidad de enfrentarse al Gobierno, quiere aprovechar la indiferencia para perpetuar sus actividades o sencillamente pretende reducir costos, “porque siempre será más fácil y barato desaparecer que jugar a la guerra”.
Con esa salvedad, Shirk llegó a la conclusión de que hablar de una sola razón por la que México se desangra y desaparece es absurdo. El problema es más complejo de lo que parece, con dimensiones que van más allá de la delincuencia y con un tamaño escalofriante: los registros dan cuenta de 27.638 desaparecidos, aunque para él es muy probable que en un país en guerra, que minimiza el problema y que tiene 120 millones de habitantes, la cifra se multiplique en silencio.
Los motivos son muy diversos, pasan por el narcotráfico o por las rencillas entre bandas, pero también obedecen al tema de trata de personas o a la estrategia de seguridad pública y de incentivos que otorga el Gobierno por detener a delincuentes, circunstancia que en Colombia se tradujo en los “falsos positivos”. Además, la desaparición no va sola. Aparece, cuando es visible, con marcas de tortura, y deja en evidencia que el fenómeno es un complejo entramado de violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
Un gobierno inoperante
En el centro de este fenómeno, sin duda, está el crimen organizado y sus evoluciones. Si bien hay expedientes con denuncias por desaparición desde los años 70, las últimas dos décadas en el país centroamericano han exacerbado la violencia de forma ascendente.
Mientras a finales del siglo pasado los grupos estaban más focalizados en el tráfico de drogas y las ganancias eran suficientes para que no tuvieran que entrar en otras áreas de actividad criminal, esa “frágil ilusión” se fue apagando y las bandas optan ahora por el secuestro, la extorsión y el asesinato como mecanismos para lucrarse. “Para esto no necesitan nada, un coche y un aliado. En cambio, para el narcotráfico, se requiere capital y conexiones”, explica el experto.
A la anterior se suma otra causal: la complicidad de las autoridades. De acuerdo con Shirk, es cada vez más común que la policía o el ejército protejan las redes de secuestro, y de hecho, hay quienes van a denunciar una desaparición y se encuentran con que, si los uniformados no están involucrados, no hacen nada o, peor, le dicen a las víctimas que si necesitan ayuda deben dar un pago personal.
Cuando la denuncia prospera, viene entonces la falta de capacidad técnica y financiera para investigar un caso. Según cuenta Lucía Chávez, directora del área de investigación de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, sus registros le muestran que de 2007 a 2015 se encontraron 161 fosas clandestinas en el país, la mayor parte en Guerrero, donde han hallado 66, mientras el número de cuerpos llegó a 581, cifra que pudo haber aumentado, porque desde el año pasado las familias decidieron hacer su búsqueda a mano propia.
Y es que, de acuerdo con Chávez, en México no hay laboratorios de cruce genético, de manera que las muestras de los restos se tienen que enviar a Estados Unidos y la respuesta tarda. De igual forma, hay un número limitado de expertos forenses capacitados para exhumar, y lo mismo sucede con las herramientas con las que cuentan las fiscalías estatales para indagar qué pasó con los desaparecidos.
A diferencia de Colombia, dice la directora, en México no se hacen investigaciones de contexto ni existe la priorización de casos de desaparecidos, lo que impide que la autoridad judicial pueda identificar a los responsables.
“Tampoco existe voluntad política para buscar a nuestros desaparecidos”, denuncia, y el problema persiste y se agrava con la impunidad: “si alguien desaparece aquí, hay nulas posibilidades de que castiguen a alguien por esos hechos”.
De hecho, el registro de las quejas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos durante los años de la guerra contra las drogas, desde 2007 hasta 2016, son alrededor de una centena. De ellas, Chávez conoció que solo hay siete sentencias a nivel federal, y solo una corresponde a desaparición forzada, aunque 78 de las quejas se relacionaban con ese tema.
“Estamos hablando de un nivel de impunidad de más del 99 %, y esto incentiva la práctica de la desaparición, de parte de grupos criminales, pero también del Estado”, anota la defensora de derechos, para quien al ser un fenómeno complejo, el problema necesita soluciones complejas.
Ella sugiere dos: un cambio de estrategia de seguridad pública, porque está bien demostrado que el narcotráfico no se combate necesariamente con el uso de la fuerza, y crear una comisión internacional de combate a la impunidad.
Para Shirk, México requiere una unidad de búsqueda que funcione, con capacidad técnica y financiera, y con independencia de los peritos forenses, pero sobre todo, el país necesita revertir el hecho de que un joven tenga la certeza de que puede obtener 5 dólares al día haciendo un trabajo no muy digno en la economía ilícita y de que así pueda convertirse en el próximo “Chapo Guzmán”.