El año del running, o de ir consumiéndose a uno mismo
Más de 27.000 personas corrieron este año en la Maratón Medellín, cada vez hay más personas trotando por las calles, publicando sus kilómetros en redes. ¿Cómo es correr?
Comunicador social-periodista de la Universidad del Quindío y magíster en Hermenéutica Literaria de la Universidad Eafit. Sus textos han aparecido en revistas como Gatopardo, El Malpensante, Soho, Don Juan y Arcadia. Autor de los libros Volver para qué (Eafit, 2014) y La fuerza de esta voz (Tragaluz, 2022).
La primera vez que salí a trotar —evito la palabra correr, me parece un exceso para esa cosita que con muchos dolores uno logra— hice tres kilómetros que me demoraron unos cuarenta minutos. Cuando terminé rompí a llorar como un niño que descubre que está solo en el mundo, que está huérfano. A veces, para descubrir nuestra miseria, la miseria a la que nos han arrastrado nuestras propias decisiones, necesitamos un sacudón en el cuerpo. “Hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé! / Golpes como del odio de Dios (...) / Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”. Rompí a llorar y me senté en el andén como un desgraciado, con mi sudadera enorme que había comprado una década atrás, con la camiseta de algodón empapada, con las gafas empañadas. Solté un nudo que tenía amarrado hacía meses. El golpe fue como de revelación, y ante esa epifanía no quedaba otra decisión que cambiar de camino, de decisión, de decisiones. A veces el golpe nos impulsa en otra dirección, como a Walter White cuando le diagnosticaron cáncer de pulmón y decidió cocinar metanfetaminas con Jesse Pinkman. Hay golpes en la vida tan fuertes que no nos clarifican, nos confunden. Trotar, digamos entonces correr, es un golpe.
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Días antes había leído Y si acaso yo muero en la guerra, novela de Juan Diego Mejía que cuenta la historia de un padre que decide correr una maratón por su hijo, soldado caído en una mina quiebrapatas. El viejo se somete al deporte que practicaba su hijo: quiebra el cuerpo para sublimar el estado de su alma. No se trata de hacer deporte, se trata de darle pies a los pensamientos, a las penas. Era una tarde de noviembre de 2024 y una angustia que me recorría el cuerpo y, quizá por aquel libro —quizá mi cerebro había entendido su significado secreto—, me impulsó a salir. Le di una vuelta por fuera a la UPB: unocomasiete kilómetros. Volví muchas veces, aunque sentía que me moría, pero esa distancia se convirtió en una medida.
Nunca he ido a una competencia. He pagado dos veces y no he ido, me aterra la idea, la multitud, la moda, las fotos en redes sociales tan jubilosas, quizá las envidio. Aunque hay un efecto boomerang en publicar, en hacer alharaca de las rutinas, los likes son un golpe en la espalda; quien hace un deporte que se sabe difícil quiere mostrar (demostrar) su capacidad. Es diferente a quien publica sus fotos en el gimnasio, porque ese es un mundo paralelo al de las discotecas: la música de gran bajo, la danza de las pesas, los anabólicos, las proteínas. El que corre —el que nada, el que pedalea—, simula la huida. Héctor huyó de Aquiles alrededor de las murallas de Troya, y luego tuvo que enfrentarlo; Edipo huyó para que no se cumpliera la profecía, pero la profecía ya estaba cumplida; Eneas huyó de Troya, cruzó el mediterráneo y fundó Roma. Hay huidas: huidas al fracaso, huidas a la tranquilidad.
Bien. No solo se corre para sublimar, para diluir el yo y las penas, se corre por el reflejo que tenemos de nuestras propias vidas, de lo que somos. Les pregunto a algunos amigos por qué corren. Uno dice que empezó después de verse en una foto tan gordo como una escultura de parque; otro acumulaba semanas bebiendo aguardiente por una tusa encarnada en el alma, empezó a correr y se dio cuenta de que las angustias pasaban diferente por la cabeza —las penas también corrieron—; una amiga siempre quiso hacerlo, pero nunca se animó, pensaba que no tenía lo necesario, hasta que algunos a su alrededor empezaron y ella lo vio como una excusa para salir de la casa, del home office, del escritorio y su luz blanca de hospital: descubrió que correr es el mejor de los descansos para la cabeza.
En la maratón de Medellín corrieron más de veintisiete mil personas este año. Hay gente corriendo por todas partes, sobre todo en redes sociales y en carreras, que son el nuevo parche de moda, como lo son los clubes de corredores que terminan sus jornadas en cafés carísimos, compartiendo un brunch, que es como le llaman ahora a un desayuno con pinta de almuerzo. ¿Será que estamos tan solos, que terminar sudando es una excusa para conseguir amigos? Quizá es obvia la razón, cuando se termina de correr uno lleva el corazón en la mano.
En realidad, como sucede con cualquier actividad dentro del capitalismo, correr se ha convertido en una máquina del consumo: que si los tenis de un millón, o de dos millones de pesos —con los que, oh capricho, solo se pueden correr cien kilómetros—, que si el reloj Garmin de cuatro millones, la pantaloneta, la camiseta y la pregunta de siempre: te vi en Strava, vas muy bien; no te vi en Strava, estás muy mal. Insisto: la gente que más corre está en redes, en las carreras, y no tanto en la calle día a día.
He descubierto, además, que la mayoría de las personas que corren superan los treinta años y he barajado una teoría: es un sufrimiento que hay que domar, aguantar, soportar. Los más jóvenes no lo resisten, o lo hacen por poco tiempo: veinte minutos, quizá media hora, con excepción de los atletas, jovencitos que se entrenan a fondo para el atletismo o para algún otro deporte. Trotar, o correr, es un ejercicio de estoicismo: el cuerpo pide frenar, pero solo la mente logra el balance. Hay que tener capacidad de sufrimiento. Si se sufre corriendo quince kilómetros, no me quiero imaginar qué pasa cuando se va por los cuarenta y dos kilómetros de una maratón. Se sabe el mito que funda este via crucis: un mensajero de Filípides que viajó de Maratón hasta Atenas para anunciar la victoria en la guerra y, en cuanto llegó, cayó muerto.
Hace un par de años cayó en mi biblioteca De qué hablo cuando hablo de correr, de Haruki Murakami, el libro esperó su tiempo hasta que yo mismo empecé a trotar, porque el escritor japonés nunca me ha interesado y el título-homenaje al libro de Raymond Carver me alejaba en lugar de acercarme. Elijo un párrafo que lo resume todo:
“A veces, algunas personas se dirigen a los que corremos a diario para preguntarnos burlonamente si lo que pretendemos con tanto esfuerzo es vivir más. La verdad es que no creo que haya mucha gente que corra a fin de vivir más. Más bien, tengo la impresión de que son más numerosos los que corren pensando: ‘No importa si no vivo mucho, pero, mientras viva, quiero al menos que esa vida sea plena’. Por supuesto, es muchísimo mejor vivir diez años de vida con intensidad y perseverando en un firme objetivo, que vivir esos diez años de un modo vacuo y disperso. Y yo pienso que correr me ayuda a conseguirlo. Ir consumiéndose a uno mismo, con cierta eficiencia y dentro de las limitaciones que nos han sido impuestas a cada uno, es la esencia del correr y, al mismo tiempo, una metáfora del vivir (y, para mí, también del escribir). Probablemente muchos corredores compartan esta opinión”.
A dos meses de empezar a correr llegaron unos dolores insufribles en los tobillos: se me inflamó un pequeño tendón que empleo, sin pensarlo, en evadir mi mal de pie plano. Meses después —no hace mucho—, me empezaron los dolores en la rodilla izquierda. Uno se empeña en desgastarse, es consciente. A veces, mientras duele, uno se empeña en ese dolor, y no para.
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Este año parece que todo el mundo salió a correr; tantas caras de felicidad, tanta serotonina —que sube tras unos cuantos kilómetros, que se acumula en una dicha que no tiene nombre—, tanto empoderamiento, tanto tieso que descubrió su deporte. A veces rumió este poema de Robert Creeley cuando corro: “¿Cuál será la verdad /que hace tan infelices a los hombres? / Los días de morir / son especiales: / la vida es invivible separados / de aquello que debemos perdonar”.