Antes de que el occidente de Medellín se convirtiera en ese entramado de casas, canchas y locales comerciales, todo eran mangas.
Potreros enormes al oeste del río en los que, en la primera mitad del siglo XX, crecían naranjos y pastaba el ganado de los más adinerados. También había un club hípico y un hipódromo donde corrían los caballos más avispados.
En ese lado de la ciudad en ciernes nació lo que se conoció como el barrio San Fernando, en terrenos donde antes funcionaba el hipódromo (hoy colegio Calasanz) y en fincas cercanas que se fueron convirtiendo en lotes y que adquirían familias recién casadas que trabajaban en fábricas de La América y del sector Estadio.
La primera casa, que se construyó en 1949, fue la del matrimonio entre Emilio Zea y Marta Yepes, que se ubicó en lo que hoy es la calle 50 (Colombia) con la carrera 81B. María Mercedes, la hija menor de la familia, nació en esa casa en 1950, creció jugando en los potreros y 68 años después sigue en el barrio:
“Éramos seis hermanos y recuerdo mucho que mi mamá nos llevaba caminando a misa a La América, cada uno con dos pares de zapatos porque al pasar la quebrada (La Hueso) nos limpiaban los pies y nos ponían el par que había quedado de repuesto para poder entrar a la iglesia”.
La cita familiar con la eucaristía era en La América porque para ese entonces la iglesia del barrio era más que una utopía. Sin embargo, a mediados de la década del 50 ocurrió un hecho que cambió para siempre la historia de este sector y fue la llegada de los padres escolapios que fundaron el colegio que le dio el nombre definitivo al barrio.
Bonanza de empanadas
Asentado el colegio a mediados de la década del 50 y listas las familias que estrenaban casas en el sector, al que todos identificaban ahora con la obra de San José de Calasanz, a la comunidad de padres españoles y católicos les vino otro reto: convocar a los vecinos y construir la parroquia.
La manera de conseguir recursos para el templo fue la misma que en la gran mayoría de barrios de Medellín: a punta de tamales y empanadas vaticanas (pura papa).
Así lo ratifica el padre Carmelo García, primer párroco que tuvo Calasanz entre 1961 y 1968, quien todavía recuerda la época en que se propusieron levantar la iglesia:
“La fuimos construyendo por etapas, cuando se nos terminaba el dinero suspendíamos la obra y dábamos la misa en una capilla dentro del colegio. Hacíamos bazares que eran fiestas en las que las familias pagaban la comida. Las limosnas también ayudaron a pagar el templo y un préstamo del colegio que nunca nos cobraron”.
La odisea de comprar leche
Consuelo Gómez, otra de las primeras pobladoras del sector, recuerda que compró junto a su esposo Jaime un terreno en Calasanz y se pasó a vivir al barrio en 1960, ya con algunos de sus seis retoños:
“El barrio era lleno de niños que jugaban en las mangas, recuerdo mucho que al principio pasaba solo una carretilla de Proleche que vendía en botellas de vidrio y había que salir a hacer fila porque se parqueaban cada dos o tres cuadras. Luego pusieron el acopio y desde las 5 de la mañana había fila, eran a 50 centavos”.
Los años difíciles
Coinciden los primeros pobladores del barrio que hubo dos momentos complejos que marcaron el barrio: uno en la década del 80 y otro en 1994.
El primero fue porque las areneras que funcionaban en la parte de arriba de la comuna (ahora Calasanz parte alta) descargaban material y cuando llovía las quebradas se taponaban y todo el barrio se inundaba.