A las 7:00 de la mañana, los 23 niños del grupo segundo A del Colegio Teresiano de Envigado están listos para comenzar la jornada. Cuadernos, cartucheras y lápices de colores empiezan a tomarse las superficies de todos los pupitres, menos uno, sobre el que reposa un computador, cuya pantalla proyecta el rostro blanco, de ojos claros y amplia sonrisa de una estudiante.
Manuela Salazar tiene siete años, y desde que comenzó 2019 asiste a clases desde su casa. La leucemia linfática aguda que padece la alejó del que ha sido su segundo hogar desde hace cinco años, pero su fortaleza y entusiasmo por aprender la mantienen igual de atenta a las lecciones de sus compañeros que ven las clases en el aula.
Así lo asegura la profesora titular de su grupo, Brígida de los Ángeles Forté, quien recalca que el rendimiento académico de Manuela es sobresaliente, y que si bien a veces se le dificultan las Matemáticas —como a cualquier niño de su edad—, el empeño que le pone a cada asignatura da cuenta de la fortaleza y madurez que la caracterizan.
“Es una niña, para su edad, muy responsable y madura. Cuando está en clase, tiene una concentración total y una disposición única, que no se han visto afectadas para nada por la experiencia que está viviendo este año”, dice la profesora Brígida.
Sin embargo, llegar al punto en el que hoy se encuentra Manuela no fue fácil. Así lo reconocen sus padres, Camilo Salazar y Catalina Montoya, de 38 y 36 años, respectivamente, y quienes desde el 2010 se unieron con la esperanza de algún día formar la familia que hoy tienen.
La noche más larga
Cuando eran casi las 8:00 p.m. del martes 4 de diciembre de 2018, el teléfono de los Salazar Montoya sonó, y el recado que les dejó un funcionario de la EPS que atiende a la familia tiñó de incertidumbre el entorno. “Nos preguntaron por qué razón le habían tomado unos exámenes de sangre a Manuela la semana anterior. Le dijimos que una doctora se los había mandado luego de que la lleváramos a una consulta porque la veíamos pálida y cansada, a lo que nos respondieron que teníamos que ir de inmediato al Hospital Pablo Tobón Uribe para realizarle otras pruebas a la niña. No nos informaron nada más”, recuerda Camilo.
Cuando llegaron al hospital y los auxiliares de enfermería le hicieron la valoración inicial a Manuela, todo parecía estar en orden. No obstante, cuando la doctora revisó los resultados de los exámenes de sangre de Manuela, palideció. Aún sin dar señas de un diagnóstico definitivo, les informó a Camilo y Catalina que su hija debía ser hospitalizada, y les asignó un cubículo en la sala de urgencias para que la acompañaran.
“Fue una noche larga, devastadora, abrumadora... de mucho miedo. Yo lo único que pensaba era: ‘Dios mío, que no se me vaya a morir. No importa qué tenga, pero que no se vaya a morir’”, relata Catalina. Sentados al costado de la cama en la que dormía Manuela, sus padres pasaron la silente noche con los pensamientos de qué podría tener su hija retumbando en sus cabezas.
En el cubículo de urgencias, en donde vieron la noche convertirse en día a medida que el rumor del personal del hospital que llegaba a trabajar se acrecentaba, recibieron la visita que pondría fin a la incertidumbre. “A las 9:30 de la mañana llegó una pediatra, revisó a la niña, nos sacó del cubículo y nos dijo que tenía cáncer en la sangre. En ese momento la situación fue bastante dura. Recibir esa clase de noticia de la noche a la mañana fue un golpe tremendo”, dice Camilo.
Para acabar de ajustar, al día siguiente era la jornada de matrículas en el colegio de Manuela para el año académico 2019. Sin siquiera tener claro cuál sería el tratamiento por el que pasaría su hija, Catalina y Camilo solicitaron una prórroga en el colegio para tomar la decisión con calma. Lo primero que imaginaron fue que, tras el diagnóstico, la desescolarización de su niña sería el camino obligado.
La sala como aula
En enero de este año, cuando Manuela ajustó un mes en tratamiento de quimioterapia y sus padres ya habían tenido la oportunidad de formarse un criterio de qué era lo más conveniente para ella, la decisión era clara: a pesar de su diagnóstico, su hija seguiría estudiando. Faltaba definir cómo lo haría.
“La recomendación que nos dio la psicóloga fue que, en la medida de las posibilidades, intentáramos que Manuela siguiera con la vida que llevaba antes de ser diagnosticada”, dice Camilo. No obstante, algunas de las actividades diarias de su hija resultaban incompatibles con su tratamiento. Ese era el caso de sus clases de danza y exhibiciones en la academia Fianna, las salidas de casa a jugar al parque, o incluso ir a un centro comercial por un helado. Entonces los padres comprendieron que la educación en el colegio en el que estaba desde preescolar sería su punto de escape.
“En enero mi esposo fue al colegio a hablar con la rectora, le contó el proceso por el que estaba pasando Manuela y le dijo que para nosotros era muy importante que la niña pudiera seguir escolarizada para tratar de continuar con su ritmo de vida normal, que no se quedara únicamente en la enfermedad”, explica la madre, Catalina.
En ese entonces, sin embargo, no sabían por cuántos meses quedaría Manuela alejada de las aulas, por lo que procuraron que, mientras cursaba segundo de primaria en 2019, su casa se convirtiera en su lugar de estudio.
“No queríamos que se quedara totalmente encerrada en su cuarto pegada de un televisor, y que por eso cuando superara este proceso se le complicara aún más retomar su rutina, socializar con los demás niños y tomar responsabilidades académicas”, dice Camilo.
Conociendo la situación, que coincidía con los deseos de la niña de seguir estudiando, las directivas del Colegio Teresiano estuvieron de acuerdo en que lo más adecuado para Manuela era continuar su proceso académico, por lo que se propició un acuerdo inédito para la institución.
“Al comienzo lo vimos como un reto no solo para Manuela, sino para nosotros como colegio. Reunimos al grupo de docentes para determinar cuál era la forma más pertinente de, en la distancia, brindarle a la estudiante las mismas herramientas con las que cuentan sus compañeros que ven las clases en el salón”, expone Verónica Restrepo, coordinadora de Primaria de la institución educativa.
Fue así como padres y docentes acordaron que cada uno se encargaría de disponer de un computador con una cámara de video y una conexión a internet estable en la casa de Manuela y en el aula de segundo A, respectivamente. Así, y a través de llamadas de video, la niña podría recibir las lecciones de los maestros e incluso participar en las clases al igual que sus otros 22 compañeros de grupo.
Luego fue necesario hacer algunos ajustes, como la participación de Manuela en clases como educación física y danza, que no podría resolverse con una videollamada. Para esas asignaturas acordaron un enfoque teórico, que le permitiera a la estudiante conocer el funcionamiento del cuerpo en las actividades que ella espera poder practicar de nuevo en un futuro cercano.
“Para las demás clases, además de ver las explicaciones, hace los mismos talleres que sus compañeros. A principio de cada periodo, los profesores nos envían las actividades que van a desarrollar en cada unidad y su fecha de entrega, entonces a medida que avanzan las clases, nosotros les enviamos a los maestros las actividades que resuelve Manuela en casa”, cuenta Camilo.
Aliados incondicionales
En ese proceso, la familia Salazar Montoya ha contado con un apoyo irremplazable: el de los abuelos de Manuela, Camilo Salazar y María del Pilar Gutiérrez, quienes acompañan a la niña en las jornadas académicas mientras sus padres deben cumplir con sus obligaciones laborales.
Además de ellos, los padres reconocen que el otro pilar del proceso formativo de su hija en este año lo han encontrado en la maestra Brígida de los Ángeles, la titular de su grupo, quien incluso aprovecha su tiempo libre en el colegio y el de Manuela en casa para reforzar conceptos en las asignaturas en las que se le presente alguna dificultad.
“La profesora, que tiene conocimiento de todas las asignaturas básicas, por su propia cuenta acompaña a Manuela con actividades complementarias. Entonces un día, por ejemplo, le dice: ‘Abre el libro de Matemáticas y vamos a hacer el ejercicio de tal página’. Y le explica cómo llegar a la respuesta, y luego deja que ella haga una operación sola para verificar que sí haya entendido”, cuenta Catalina.
Y aunque el colegio se ha adaptado a la situación de su hija, Catalina y Camilo reconocen que la exigencia se mantiene. “El hecho de que Manuela estudie virtualmente no lo hace más fácil o más difícil. En el colegio no han sido condescendientes con ella, que fue algo que les pedimos para que ella siguiera con su aprendizaje, y así ha sido”, reconoce Camilo.
Hoy, cuando se encuentran a punto de superar la primera fase del tratamiento de quimioterapia de su hija, los Salazar Montoya aspiran a que ella avance en su recuperación, e incluso pueda retornar al colegio el próximo año.
En una carta que sostiene en sus manos, Manuela resume el sentir de su familia: “Con el apoyo de mis padres he superado muchas cosas muy duras. Yo soy una niña normal, pero valiente. Y aunque estoy aquí sigo estudiando”. En su colegio la esperan para que curse tercero, desde el aula, en 2020 .