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Recorrer el Centro de Medellín, un día antes de la cuarentena

  • Así estaba Barranquilla con el Ferrocarril el martes. Foto: Lorenzo Villegas.
    Así estaba Barranquilla con el Ferrocarril el martes. Foto: Lorenzo Villegas.
  • El Carlos E. el martes: muchos sí siguieron la cuarentena del fin de semana. Foto: Lorenzo Villegas
    El Carlos E. el martes: muchos sí siguieron la cuarentena del fin de semana. Foto: Lorenzo Villegas
24 de marzo de 2020
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¿Qué pasó en la Villa de La Candelaria un día antes de que comenzara el aislamiento preventivo? Las carreras 50, 51 y 52, así como las calles Barranquilla, 10 y Colombia y el barrio Carlos E. Restrepo mostraron escenas a las que no estábamos acostumbrados. El martes era la última oportunidad de salir antes del encierro obligatorio por el virus, aunque tampoco se debía salir, porque así lo había dispuesto el gobierno local, y vendedores de víveres, apostadores, peluqueros y hasta mudanzas quisieron aprovechar la jornada, pese a las restricciones.

Desde el Playón de los Comuneros hasta Cuatro Bocas. La carrera 52 es el más grande centro de reciclaje de la ciudad. Chatarra, envases PET, cartón y materiales de construcción se venden y compran a la vera. A esta altura, la carretera es sinuosa, estrecha y con resaltes para reducir la velocidad de los coches. El polvo arma nubes que al dispersarse deja ver perros callejeros garosos, flacos y sucios echados a las puertas de los negocios. Esta vía se colapsa a menudo, con solo un camión que intente aparcarse en una de las chatarrerías se logra que el tráfico se interrumpa. Sin embargo, este día la 52 estaba tranquila. La mayoría de negocios cerraron y algunas cafeterías y farmacias atendían pocos clientes.

A la altura de la estación Tricentenario una venta de buñuelos calientes y un puesto de frutas despachaban las últimas ventas de la semana. A media cuadra, una familia amarraba una bicicleta rosada a los estacones traseros de un camión pequeño con capó negro. Era el último afán antes de partir a buscar el nuevo hogar. Dejaron su trasteo para el día previo al confinamiento. A solo algunos metros, la Policía multaba a un peluquero que detuvo la máquina de afeitar, ante el requerimiento policial. Barbero y cliente quedaron trasquilados, supuse.

La luz del sol escaseaba entre nubes densas. Apenas comenzaba el recorrido cuando atisbé a un hombre largo. Supino sobre un bulto de envases PET, dormía sin reparos. Sus pies descalzos, la ropa raída y la cabellera y barba blancas, denunciaban sesenta y pocos años, justo la edad más temida en esta época, me pareció que poco le importaba el asunto. En Cuatro Bocas la 52 toma el nombre de Carabobo. La mañana fresca dejaba caminar y hacer filas en mercados, tiendas de pagos de facturas y casas de juego. ¿Qué piensa esta gente, pensé, apuestan a la fecha de la pandemia, al número del encierro, acaso la numerología les avisó fortuna?

–Paisano, ¿por qué la fila? –le pregunté a un hombre viejo aparcado en su motocicleta–.

–¡Hay que tirarle a la suerte hermano! –respondió otro al que poco le importaba la advertencia de la enfermedad, esperaba su turno. El chance de hacer fortuna dejaba a un lado el chance de no enfermarse. ¡Vaya paradoja!, me dije.

Seguí mi camino. Al frente del Planetario, la Casa de Justicia de El Bosque tenía algunos visitantes. Personas con papeles en mano, carpetas gordas y rostros que atestiguaban desesperación, querían entrar, pero un vigilante limitaba el acceso. Más adelante, la clínica León XIII no parecía congestionada en su zona de urgencias y cinco ambulancias aparcadas hablaban de poco trabajo, de una ciudad que se preparaba para dormir, que ya tenía somnolencia. El cruce entre la calle Barranquilla y la avenida del Ferrocarril se veía solo. La estación de Metroplús, Ruta N, carecía de pasajeros, la Universidad de Antioquia distaba de los días de ajetreo, humo ardiente y consignas estudiantiles.

Entré al centro de la ciudad, dejé Carabobo y pasé a la carrera Bolívar que mostraba el Parque de Las Esculturas con muchos transeúntes y un pelotón de policías que solicitaba papeles a los peatones. Era una especie de medida disuasiva para despejar la zona de los bajos del metro, frente al Palacio de la Cultura. Al lado de las filas largas de los bancos, los sonidos de silbatos policiales se peleaban el aire con los gritos de los vendedores de arroz, frisoles y papas por porción. Almuerzo del diario, del rebusque, del último día.

Las tiendas de café tomaron la medida de sacar el mostrador hasta la puerta, obstaculizaban el ingreso y de esa manera protegían a los dependientes, pero a la vez podían vender sus productos. Otra fila larga interrumpía el paso por la acera. Una docena de personas se aprovisionaban de huevos. Quise tomar algo en el salón Málaga, pero sus rejas estaban cerradas.


A la altura de San Juan, la querida panadería Pan de Abril tenía una puerta abierta, ahí abandoné Bolívar y me dirigí a Palacé, la carrera 50. Sola como en domingo, sin caminantes, con algunos autos, Palacé parecía calle de película de terror. Aseguradas, las vitrinas de las ventas de automóviles relucían. En una tienda dos vendedores ponían aceite y agua a los coches, desconectaban las baterías y acomodaban sobre un escritorio un anuncio grande y amarillo que resaltaba un plan de financiación, que quedaba pospuesto, por supuesto.

Seguí la misma carrera hasta que se convirtió en la avenida Los Industriales. Por allí nada cambió, todos cerraron: mercados de comidas, hipermercados de construcción y notarías cesaron labores. Tomé la calle 10 en Monterrey. Dos hombres, uno alto de pie, con camiseta de rayas marrón y pantalón azul descolorido y otro sentado con sombrero blanco y un costal con alimentos a su lado, esperaban el bus en el paradero. Algo cómico dijo el que estaba sobre el banco, porque el largo no aguantó la risa. Sobre la 10, siete caminantes contaban sus pasos sobre el costado sur. Por la acera del frente no se veía a nadie. Dos policías en motocicleta llegaron raudos hasta la esquina del parque El Poblado y les ordenaron a tres “limpia parabrisas” que se recostaran a la reja amarilla de una venta de cachivaches cerrada.

Retorné por la avenida el Poblado hasta la calle 30, busqué de nuevo Palacé y otra vez Bolívar. Llegué hasta Colombia o calle 50 y pude apreciar cómo esta arteria de comercio de electrodomésticos, estruendosa de gritos de venteros ambulantes, calle de vida candente, estaba apagada, como asfixiada por el apretón de la soledad. Las puertas de las ventas de neveras, estufas, lavadoras y equipos de sonido parecían bocas tapadas con barbijos.

Alcancé el barrio Carlos E. Restrepo. Un camión con verduras tenía las puertas abiertas y los productos dispuestos en el suelo sobre bolsas. Las amas de casa compraban los vegetales y un vendedor acurrucado al lado de los tubérculos y hortalizas les alcanzaba los pedidos. Media cuadra más adelante una cuadrilla de trabajadores sostenían los picos y las palas. En medio de una reunión improvisada bajo un laurel, el encargado del grupo les explicaba algo sobre las vacaciones, mientras los hombres, formados en círculo, escuchaban al capataz.

El lugar central de encuentro del barrio estaba solitario. Nadie vendía artesanías ni comestibles, los grupos de estudiantes no estaban, el humo de cigarrillo no subía a través de las ramas de los árboles. Ahí recordé la mudanza. Esa familia dejaba un hogar para irse a otro, seguro sintieron incertidumbre y esperanza. Esos dos sentimientos cruzaron mi cabeza. La incertidumbre y la esperanza tratan de ponerse una delante de la otra, pero ninguna lo logra.

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