El abogado del crimen, de Ridley Scott

Una fábula sobre la codicia

Por: Oswaldo Osorio


La implacable ley vital de afrontar las consecuencias de las decisiones tomadas es lo que aguarda al final de este relato, y no lo hace por sorpresa, todo lo contrario, desde que en la tercera escena nos hablan de un brutal artefacto para asesinar, sabemos que en algún momento se va a usar, como el clavo de Chejov. De esto deviene una de las principales virtudes de esta película, que desde el principio, sin afanes y cuidando los detalles, va construyendo una atmósfera pesada y amenazante que prefigura lo inevitable.

A pesar de todo el reconocimiento que tiene el director Ridley Scott (Blade Runner, Thelma &Louise, Gladiador), en realidad la fuerza singular de este filme proviene de su escritor, el también reconocido novelista, y en este caso guionista, Cormac McCarthy (No coubtry for old man, La carretera), porque se trata de una película en la que sobresale, especialmente, la construcción de personajes, la dosificada organización del relato y unos diálogos inteligentes y certeros, como los del viejo Hollywood, cuando afamados novelistas eran contratados como guionistas.

La película es una suerte de fábula macabra sobre la codicia, la cual está enmarcada en el mundo del narcotráfico, pero desde dos contextos extremos: de un lado, el sanguinario modus operandi de los carteles mexicanos (y tangencialmente los colombianos), y del otro, la sofisticación de unos personajes que pertenecen más a la lógica estilizada del cine que a la realidad. Este contraste en principio puede molestar, pero como recurso dramático y narrativo es totalmente válido y tan eficaz como si se hubiera hecho una película realista a la manera de Scarface o Trafic.

Así que, en términos de puesta en escena y de propuesta dramática, hay dos universos bien diferenciados, uno realista definido por los narcos latinos y las consecuencias de inmiscuirse con ellos, y otro construido a partir del artificio y la sofisticación de unos personajes cruzados por la poética de la tragedia, que hablan como si fueran filósofos y son dueños de una sabiduría propia que sustentan con estructurados argumentos.

Igual ocurre con el aspecto visual y el manejo de los espacios, elementos también signados por el contraste de estos dos universos, pero en general definidos por un pulcro acabado en la concepción de planos, movimientos de cámara y manejo de la luz, un acabado que quiere estar más cerca de la estilización de los personajes sobre quienes se cuenta la fábula que del realismo cruento del contexto narco.

Se trata, pues, de una cinta bien pensada y que propone un estilo propio para construir su relato y los mundos que pone en juego. Todo está concebido para dar lugar a una estilizada fábula, un poco pretenciosa si se quiere, pero que va dirigida a dar una gran lección moral y existencial, aunque no con la intención de aleccionar, sino por el principio poético de decir grandes cosas con grandes palabras y, en este caso, también con grandes imágenes.

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