Malick y la dualidad más dualidad: el amor

El-árbol-de-la-vida-The-Tree-of-Life

Por: Andrés Felipe Zuluaga

Llegar a los pies de una tierra de nostalgia y pararse como hacen las bestias civilizadas, o de la imposibilidad de no ver a la imagen-amor como única forma de la imagen-movimiento antropo-logocentrista. Bajo este supuesto creo que Terrence Malick, Henri Bergson y Erich Fromm podrían tomarse un lugar en el paraíso. Llegar a Malick, no llegar a Malick; la “imagen-Malick” es ser un ser en movimiento puro, móvil y compartido; a cierta crítica fílmica más filosófica le gustaría saber que quizá estemos siendo empujados hacia una teología fílmica, una verdadera, una dislocación liviana hacia la red de las experiencias intra-pantallla. Más de uno sabe ya que al tiempo solo es posible perseguirlo a través de la nostalgia –retropía- (conflicto entre las miserias utópicas que nos dirigen y las ucronías absurdas que nos suceden).

Recesivo de un cine descaradamente revolucionario, Hollywood de autor (los hijos bastardos del capitalismo serán la semilla de la gran auto-fagia -¿Por qué Godard es Baudrillard del cine?-). Terrence Malick es un cineasta y filósofo estadounidense que viene haciendo aparecer una imagen muy potente y misteriosa. Dramas existenciales en medio del amor, el amor como gran creador existencial. Historias con conflictos internos y supra-naturales; devenir Malick en la vida cotidiana se siente como dejarse poseer por la fuerza ancestral de ser con otro-otro, su cariz sagrado.

Siete u ocho parejas juegan a ser centros de indeterminación auto-testificada, su consecuencia de putrefacción era/es una razón evidente de ser-para-otro, mientras que el lúcido azar, sin-sentido estético de los orígenes de lo hablado sucede con normalidad sacra.  Desde El árbol de la vida (2011) hasta a Hidden life (2019): un monólogo tan denso, tan íntimo, de casi confesiones cercanas, ligeras, de una verdad tan simple, pero tan simple, que no hablarla sería la muerte. Claro, pero tener como condición mínima de posibilidad material al amor, ya es jugar a incorporizar (¿cómo sacarme el “árbol de la categoría” sin hablar demás?). Evidentemente para ese materialismo relativizado de los aún-no-muertos absurdizados, pasados extrañamente a lo colectivo, hasta padecer ese “entender mucho” una cosmogonía fílmica. Simplemente patético. Nadie diga “la imagen”, que en Miranda nunca pasó nada para los que sí supieron no-leer y entender a Buñuel, ¡Ay del que diga que Borges fue un hombre!

Una segunda lectura, menos intrincada quizá, que podría subsumir toda la obra de este experto en Heidegger, es la que Woody Allen plantea muy claramente con un personaje secundario de su Vicky Cristina Barcelona (2008): el gran poeta del siglo en elegía por el gran hecho: la inexistencia de una voluntad de amar. La indigencia, la pobreza, son un claro ejemplo de esa manifestación del espíritu, imágenes que se combinan con una sublimidad exótica.

Sumidos en el antropocentrismo cínico de un primer plano de nosotros mismos en la imagen-sueño, Voyage of time (2012) –su gran obra maestra-, representa en síntesis nuestra respetuosa parte de consciencia en contraposición con el gran impulso de inconsciencia absoluta a través de la materia que nos sucede y nos precede como manifestación actual de lo absoluto-simultáneo, y su consecuencia existencial más evidente, más lógica: el amor. Movimiento sideral perpetuo (“omni-simultaneidad” para los Hessianos). En la dictadura del movimiento aparente el falso Heráclito erigirá su templo. Esperemos que los cerebros post-fílmicos sepan hacer germinar el pequeño Bergson, hacer del movimiento en sí mismo una razón para poner a danzar acríticamente al absoluto-simultáneo actual del sin-sentido impostado con la sensación de pérdida constante.

Resulta evidente que los asuntos de los tridimensionales se resuelven con una certeza ciega en auto-determinarse constantemente como ser-para-otro. Dar, dar tan enigmática, tan acrítica y tan furiosamente que se justifique en paz el suicidio extendido de aún tener mirada.

 

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