El Conde, de Pablo Larraín

El vampiro del pueblo

Oswaldo Osorio

El mejor regalo que puede hacer el cine para conmemorar (y nunca olvidar) el medio siglo del golpe de estado en Chile, es una sátira oscura y frontal contra el mismísimo Pinochet. La obvia y directa alusión al dictador con el vampirismo no le quita su contundencia y rabiosa elocuencia. Pablo Larraín elabora esta farsa política con la que hace rendir cuentas al militar y a su familia, apelando a diversos recursos argumentales y códigos dramatúrgicos, algunos tan elementales como sutiles e ingeniosos otros.

El más importante director chileno de este siglo necesariamente ya ha abordado en su filmografía los oscuros años de la dictadura militar (1973 – 1990) y sus consecuencias. Tal vez la más dura de sus películas es Post morten (2010), centrada en los médicos que le hicieron la autopsia a Allende; mientras que en Tony Manero (2008) mira aquel periodo a través de un tétrico y peligroso personaje. Ambas cintas parecen cuentos de horror, no a pesar, sino justamente debido a su realismo y a los hechos que ponen en escena.

Ese horror parece matizado en El conde (2023), debido al personaje en clave de cine fantástico con el que representa a aquel viejo tirano del cono sur latinoamericano. Pero su vida eterna, su vuelo nocturno y su dieta de sangre y corazones no termina de sacarnos de esa cruenta y arbitraria realidad que vivieron los chilenos durante casi dos décadas, ni de los crímenes que Pinochet y sus cercanos cometieron en todo ese tiempo… y hasta después.

Y es que quienes lo rodean son casi tan oprobiosos y mezquinos como el mismo chupasangre: El lugarteniente, la esposa y los hijos. El primero, sigue saliendo a cazar sangre, un recordatorio, tal vez, de que en Chile todavía perviven los súcubos del fascismo. Solo hay que ver el sobrevuelo de este y del conde en la ciudad, que termina siendo una imagen sobrecogedora y de gran poder simbólico. En cuanto a su familia, el relato no muestra ninguna simpatía por ellos, todo lo contrario, resulta siendo un poco esquemático por los trazos hoscos y vulgares con que los dibuja, y parecen siempre mirados con odio por la cámara. Por otro lado, la mezquindad y violencia entre ellos también es un comentario acusador sobre su calaña y, por qué no, el secreto deseo que los asesinos y corruptos de su país terminen por matarse entre ellos.

Solo hay un personaje que no es de ese círculo, una monja que es enviada a asesinarlo. Se trata de un personaje que funciona como un bizarro código narrativo y expositivo, o una suerte de vengadora del pueblo, aunque también es adalid de la complicidad de la iglesia con los tiranos, que luego de que dejan de serlo la santa institución solo quiere rescatar su posible tesoro. Por eso es un personaje que funciona un poco caprichosamente, casi como un comodín argumental. Las entrevistas que hace, por ejemplo, son un recurso un poco burdo, pero que para quienes no conocemos los detalles de la participación de la esposa y los hijos en  los actos de corrupción de la dictadura, resulta informativo y hasta revelador.

Formalmente se imponen tres elementos: primero, el uso constante de la voz en off, que puede verse como un recurso narrativo válido para conectar tan disímiles componentes o también como otro facilismo de una película que teme dejar pasar detalles en su denuncia; el segundo, es el uso de un blanco y negro demasiado plano, el cual parece más un gesto obvio para una película de vampiros que un elemento expresivo en relación con el tema y ciertas situaciones; y por último, la casa derruida y en medio de una isla, que bien puede verse como otro símbolo de la dictadura y su decadencia,  y sus sótanos como lo que aún se esconde bajo la democracia y el poder que tienen quienes se lo arrebataron a don Salvador.

Hay que destacar también, en esta gran alegoría sobre la tiranía, el hecho de que Larraín no se limitó en comentar solo a su país, sino que propuso ingeniosos guiños para darle hondura histórica a este tipo de tiranos, a esta ideología totalitaria, como la presencia de la Thatcher, el mismo origen del conde y el robo de la cabeza María Antonieta.

Aunque Netflix es una máquina de crear contenidos de entretenimiento, hay que reconocer que algo de su riqueza lo destina al apoyo de autores como Pablo Larraín, por muy comprometidos y delirantes que sean sus proyectos, porque esta película tiene un poco de esto, por eso no es la sólida obra que uno quisiera ver, como tantas otras sí tiene, pero de todas formas es un destacado trabajo que tiene una misión clara y la desarrolla cinematográficamente, contando con muchos puntos altos y hasta memorables.

 

 

Aún estoy aquí, de Walter Salles

Serenidad y de eso no se habla

Oswaldo Osorio

Muchas veces la edad y la cinefilia pesan a la hora de ver una película y determinan su recibimiento y disfrute. Y no lo digo tanto porque las nuevas generaciones puedan asumir las historias y los temas con otros parámetros (ese es asunto de otro y difícil texto), sino porque lo que es nuevo para ellas resulta ser agua que hace muchísimo corrió ya bajo este puente. En otras palabras, los filmes sobre la represión de las dictaduras latinoamericanas nutrían generosamente el paisaje cinematográfico de mi juventud y de la cinefilia de entonces, por lo que ver ahora una película así es a otro precio.

La noche de los lápices, La historia oficial, Garage Olimpo, Amnesia, Los náufragos, Cuatro días en septiembre, La muerte y la doncella, Dawson: Isla 10 y tantas otras, fueron cintas que marcaron fuertemente mi juventud, incluso en una época tal vez más politizada que la actual. Por eso, ver una película como esta de Salles, que tan bien recibida ha sido internacionalmente, me deja una ambigua sensación, pues, de un lado, la obra de este brasileño rara vez me ha defraudado y, sin duda, estamos ante un relato muy hábil a la hora de contar su historia; pero de otro lado, el tono en que lo hace se antoja plano y un tanto ilustrativo, además de lo largo que se hace, sobre todo con sus varios finales.

Y no es que cada vez que se aborde este tema en el cine deba ser con los desgarrados lamentos –que aún retumban en mi recuerdo sin haberla vuelto a ver– de La noche de los lápices. Pero resulta extraño todo lo sutil y sugerente que puede ser esta película con tan ominoso tema, que no es otro que los actos de represión, tortura, muerte y desaparición que sufrió Brasil (y buena parte de Latinoamérica con el nefasto influjo de la Operación Cóndor) entre 1967 y 1985 bajo la dictadura militar.

Por momentos, y luego en retrospectiva, como espectador me sentí igual que los dos hijos menores y la hermana mayor de esta familia a la que le desaparecen al padre y le encarcelan a la madre: nadie les cuenta nada y, aunque saben que algo oscuro pasa, todo es silencio y ocultamiento. La base de esto puede ser la actitud serena y controlada de esta madre que, salvo por el episodio del perro, nunca se desmorona, aunque su mundo se esté viniendo abajo. Tal vez por eso, por ser ella el punto de vista, todo el relato avanza en clave distendida, sin mayores sobresaltos, apenas dando la información necesaria para entender la historia y su infausto contexto. Así que esa serenidad es lo mejor logrado de la ya muy elogiada interpretación de Fernanda Torres y, al mismo tiempo, es el factor que desdramatizó la tragedia de esta familia y de su país.

La película está basada en las memorias de Marcelo Rubens Paiva, hijo menor de esta familia, quien, además de contar los duros acontecimientos de principios de los años setenta, trae la historia de su familia y de su madre hasta el presente, con lo cual el relato avanza la situación de los desaparecidos, con pocos trazos y largas elipsis, al plano de los movimientos por la preservación de la memoria y las luchas por la reparación y contra la impunidad, algo de lo que carecen esas películas de mi juventud, por la falta de perspectiva temporal con los acontecimientos. Por eso es importante que estas historias se sigan contando, para que las nuevas generaciones lo tengan presente, o incluso para que recuperen esas otras viejas películas que trataron el mismo tema pero con otro talante.