Un poeta, de Simón Mesa Soto

El hombrecillo que penaba

Oswaldo Osorio

La diferencia entre la poesía y el poeta es que la primera es el ideal de la belleza y lo sublime, mientras que el segundo es un ser que no requiere, necesariamente, poseer estas virtudes, y a veces, es justo lo contrario: vulgar y ordinario. Esta película, desde su mismo título, tiene clara esta diferencia, por eso se ocupa del hombre y no de su arte, y lo hace de forma descarnada, casi sin simpatía, incluso más con lástima, aunque también es cierto que no puede evitar algunos momentos de ternura y comprensión.

Para contar la historia de este poeta, el cineasta Simón Mesa cambia por completo de rumbo en esa narrativa que se le vio en sus dos primeros cortometrajes (Leidi y Madre) y en su ópera prima, Amparo, una narrativa definida por un realismo desdramatizado y que en muchos sentidos desatiende las convenciones del relato clásico. En esta película, en cambio, está claro y es intenso el conflicto de su protagonista, sus personajes siempre están hablando y llena su historia de giros argumentales. Pero no por eso es una obra menor o desaparecen sus gestos de autor, lo cual puede significar que, además de a sus seguidores habituales, es decir, la cinefilia, la crítica y los festivales, esta película también le va a interesar a un público más amplio y hasta puede que la agradezca más.

Lo que me pregunto es cómo la recibirán estos espectadores tan disímiles: como una comedia, una oda al patetismo, una burla al mundillo de la poesía, una historia de superación, un divertimento a costa de un hombre sin carácter, un estudio sobre el fracaso o la desagradable radiografía de las miserias humanas. Lo más sorprendente de todo, es que la película contiene todas estas facetas. Por eso creo que cada persona podrá ver una obra distinta. Por ejemplo, un viejo y conocido poeta de Medellín, que salió de la misma función en que la vi, dijo que se sintió muy afectado por esa mirada al gremio de los poetas.

Y claro, si hice ese inventario de posibilidades es porque vi un poco de todo ello, lo cual puede ser favorable para la película, en cuanto resulta muy dinámica y nutrida de ideas y de momentos memorables e inesperados. Pero, por otro lado, tanta palabrería, tantos sucesos y tantos giros podría hacerlo un relato recargado y agotador. Y aunque no niego que ocurren ambas cosas, también sé que se impone lo primero, esto es, un relato cargado de fuerza, fundado en un personaje dimensionado en su construcción y sus matices, lleno de los contrastes que también tiene la película, pero que, si para él son infelicidad y motivo de pena, para la película representa riqueza y complejidad.

El asunto es que Óscar no solo tiene problemas con la poesía (que ya no escribe), sino también de dinero, de alcoholismo y como padre. Conocer a una joven poeta y tratar de promover su obra termina siendo la exacerbación de sus tribulaciones… pero también la posibilidad de redimirse. Y aquí nuevamente Simón Mesa, quien también escribió el guion, sabe maniobrar dramática y argumentalmente su relato, donde los ritmos cambiantes entre la tensión del drama, el humor del patetismo y la emotividad de la conexión con su hija y su pupila conducen esa narración a veces frenética, con muchos momentos embarazosos y otros definidos por esa poesía tan esquiva para Óscar.

Un poeta (2025) es una singular pieza en el contexto del cine colombiano (tal vez solo parecido a lo que hace Carlos Osuna), esto porque supo construir un relato con las características de un cine que puede tener una amplia acogida, pero manteniendo una visión personal y sin hacer concesiones, ya sea al humor fácil, a la sensiblería, a la exhibición de la miseria o al mal melodrama. Es una película original e ingeniosa, aunque también, dentro de su tono cómico y desenfadado, tiene una mirada dura y poco halagüeña de las personas, las situaciones y los entornos que recrea. Es pura ficción, llevada un poco al disparate, pero nadie puede decir que así no somos los colombianos.

Tres lunas nuevas, de Rodrigo Dimaté

Bogotá: No futuro

Oswaldo Osorio

Esta película tiene la misma premisa, pero con tres argumentaciones diferentes, esto es, tres distintas historias, en tres lugares de Bogotá y con tres protagonistas. Aun así, dan cuenta de un mismo universo, con sus problemas y premuras, con unas condiciones que lo determinan y lo ungen de un sino, cuando no trágico, al menos adverso. Es realismo social y sucio hecho con temple, honestidad y revelando la vida en unos márgenes que parecen no tener escapatoria.

El primer relato es sobre un joven que parece no interesarle el colegio, sino más bien lo que ve que hacen otros jóvenes de su entorno: errar por el barrio, pasarla bien y hasta, de pronto, buscar algo de beneficio. Su madre y el colegio no son suficientes para darle un norte o para forjar su carácter. Su lánguida cotidianidad se aferra a cualquier atisbo de amistad, sucumbe a desafíos inconsecuentes y al sopor de un mundo lleno de limitaciones. Cuando, junto con otros dos jóvenes, irrumpen en un lujoso condominio, no solo se pone en evidencia la indignante brecha social de la ciudad en que viven, sino también la naturaleza de cada uno de ellos, definida por una gradación de expectativas y valores que van desde el abandono pesimista de cualquier aspiración, pasando por la cobarde traición, hasta la entereza de asumir los actos propios sin apelar a bajezas. Es un agónico relato de desorientación y desasosiego juvenil, contado sin juzgar a sus personajes, pero tampoco justificándolos. Tal vez la justificación tiene que ir por cuenta de uno, cuando en la ecuación que ellos representan, cruza su edad, con los vacíos familiares, la precariedad económica y un sistema sin muchas oportunidades ni bienestar.

Apenas jugando con algunos planos o cortas escenas para que se traslapen con el final de esta historia, se da inicio a la otra, donde Steven, mientras se mueve en ese borde en el que él y sus amigos viven, se resiste a ser arrastrado a las oscuridades de la droga y la violencia. Es el único de los tres protagonistas por quien se siente alguna empatía, pues cada día se ocupa de malabarear lo mejor que pude unas relaciones cargadas, de hostilidad, suspicacias y rencores. El barrio es un micro universo en constante tensión y regido por el caos. Los saludos fraternales, que comparten cariñosamente mariguana y licor, conviven con recelos y situaciones a punto de estallar, así como con el bazuco, las armas y algún tenebroso personaje dando vueltas en una camioneta. El relato sabe mantener la permanente tensión de estas dinámicas sociales y no toma partido por nadie, ni siquiera por el protagonista. Solo observa y lo traduce todo con su caligrafía de imágenes reales y potentes, así como con unas muy convincentes actuaciones.

La progresión de malestar y fatalidad aumenta con la tercera historia, en la que Kevin está enganchado en la droga y siempre anda con una sombra de amenaza tras él. Ya hace mucho se desprendió de ese borde en el que, temblorosamente, se movían las otras dos historias. La adicción, el robo, el asesinato y el destierro son los giros que le depara la vida. Parece un joven ya sin principios ni moral, sin dignidad y casi sin humanidad. Uno supone que, hace años, fue uno de los jóvenes de los otros relatos, pero él sí sucumbió a la injusticia, desigualdad y falta de oportunidades. Es el personaje con la suerte ya echada, y tal vez por eso resulta el relato, no solo más oscuro, sino también más esquemático, y no por torpeza del guion, sino por la naturaleza del personaje y ese vector de vida que, dadas sus condiciones, ya tiene trazado de antemano.

Tres lunas nuevas (2025) apela a un realismo que es bien conocido en el cine latinoamericano y colombiano, especialmente por vía de Víctor Gaviria (no debe ser casualidad que dos de sus actores hagan parte de esta película), pero es un realismo que, no por recurrente, sea fácil de lograr con entereza. El riesgo de la porno miseria, los juicios morales, las apologías o las malas actuaciones acechan siempre este tipo de relatos, pero no es este el caso. Empezando por lo que consigue con las interpretaciones, ejecutadas por actores que, a pesar de su diversa índole, no presentan ningún desfase en su tono, unas interpretaciones que saben, con el cuerpo y el habla, darles alma a unos personajes que, por ello, sentimos cerca y entendemos muy bien. Es importante también mencionar la banda sonora, la cual se aparta de lo usual en este tipo de películas. Claro, suena algo del rap propio de los personajes y su entorno, pero es la musicalización de ciertos momentos, también oscura y abrasiva como el relato, la que le da un inédito sentido a este realismo descarnado.

El tríptico que propone la película es, sin duda, desolador y descorazonador, aunque no porque en él haya algún atisbo de saña con esa realidad o busque la fácil afección desde la seguidilla de desventuras, sino porque sabe identificar unos trazos humanos, de situaciones y contextos que conforman un complejo mundo representado aquí con elocuencia y contundencia.

Zona de interés, de Jonathan Glazer

La banalidad del mal

Oswaldo Osorio

Es inevitable titular esta crítica con el concepto propuesto por Hannah Arendt luego de cubrir el juicio por genocidio a Adolf Eichmann, un funcionario nazi. La filósofa alemana de origen judío vio en él, no al despiadado asesino que juzgaban, sino a un simple burócrata que solo cumplía órdenes sin pensar en las consecuencias de sus actos. Se trata de un mal banal e irreflexivo que tal vez es mucho peor, porque está en un número mayor de personas que pertenecen a un brutal sistema, en este caso, el Nacional socialismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial.

Un abultado número de películas han dado cuenta de este tipo de nazis, ya sea directa o indirectamente. La diferencia con Jonathan Glazer, quien se basó la novela de Martin Amis, es que su propósito principal con esta obra es ilustrar de manera descarnada y contundente este concepto. Para hacerlo, toma a la familia del comandante del mayor campo de exterminio de judíos, Auschwitz, se detiene en su cotidianidad, sigue sus conversaciones anodinas y recorre desenfadadamente los espacios de la casa y sus jardines.

La principal fuerza de la película, entonces, se encuentra en el dramático contraste que hay entre esa normalidad cotidiana de la casa, ese “espacio vital” del que se apropiaron en Polonia los nazis, con todo lo que ocurre fuera de cuadro al otro lado del muro en el campo de concentración, representado por las chimeneas siempre en actividad y una banda sonora plagada de gritos, disparos y lamentos. Mucho se ha hablado del exterminio judío por parte de los nazis, pero poco se conoce esa política de expansión y exterminio del imperio alemán sobre Europa del este, que incluso precede a Hitler, pero que este la continuó y acentuó.

Rudolf Höss, el protagonista de esta historia, tiene mucho en común con Eichmann, pero su complemento dramatúrgico es su esposa Hedwig, a quien sigue buena parte del tiempo la cámara y quien resulta aún más elocuente en reflejar esa banalidad del mal, pues su falta de contacto con el campo de exterminio y su entendimiento de lo que allí se hacía la convierte en la mejor representación de esa maldad libre de conciencia, en la mejor muestra de esa casi absurda separación moral que hacen entre su vida y lo que ocurría detrás del muro. Su madre, en cambio, no lo pudo soportar.

En medio de esa contradictoria vida de normalidad que Glazer sabe construir con su mirada, su punto de vista y ese espacio soleado y lleno de flores que habita esta familia, no olvida insertar esos momentos anómalos y turbadores que se le conocen de su obra, en especial en algunos videos musicales y en su anterior película, Under the Skin (2013): La inquietante pantalla negra inicial, los contrastes y golpes de la banda sonora, las misteriosas escenas en negativo o ese final documental que muestra el museo de Auschwitz en la actualidad y que recuerda a la impactante Noche y niebla (Alain Resnais, 1956).

Zona de interés (The Zone of Interest, 2023) es lo normal y cotidiano navegando tranquilamente en medio del horror y la muerte, es la evidencia de que la naturaleza humana es capaz de lo peor sin siquiera ser consciente de ello, y transmitiendo esto al espectador esta película lo hace de manera inteligente y eficaz.

Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano

Una experiencia sensorial y poética

Oswaldo Osorio

El cine colombiano está poblado de espectros. Los vimos apenas hace un par de meses recorriendo las escenas de Memento Mori y ahora los vemos en esta película. Pero antes se han paseado también por Los reyes del mundo, Retratos en un mar de mentiras, Todos tus muertos y tantas otras. Y es que la convivencia entre la vida y las muertes violentas   en este país es la normalidad desde hace más de medio siglo, por eso el personaje que ayuda en la transición entre esos dos planos es tan común en las distintas regiones de Colombia, ya sea el Animero del Magdalena Medio o don José de Los Santos en el Litoral Pacífico.

Esta película es el viaje de don José entre esos dos planos, y es a ese tránsito entre ambos mundos al que hace referencia la expresión poética de su título. Estos espectros (y esa poética) están apareciendo cada vez con más frecuencia en las películas sobre la violencia colombiana, probablemente, porque los cineastas buscan distintas formas de referirse al conflicto, pero ahora sin tener que recurrir a las anécdotas de guerra y muerte o a los relatos con ideas explícitas sobre el tema. Tal vez la necesaria insistencia de nuestro cine con este asunto así lo requiere. Porque mientras persista el problema, el cine no va a dejar de hablar de él, y aunque se acabe, aún durante mucho tiempo tendrá la responsabilidad y el imperativo de hacer memoria.

Dándole continuidad a su anterior título, Siembra (codirigida con Ángela Osorio en 2015), que también versa sobre la violencia, el desplazamiento y un viejo con su hijo asesinado, en esta otra película a don José su hijo muerto le avisa de la cercanía de su propia muerte, por eso ese viaje del que se ocupa el relato, que lo es tanto físico, a través de la selva, como espiritual, entre los dos mundos. Su travesía le sirve a su director y guionista para adentrarnos no solo al corazón del conflicto colombiano en el Pacífico, sino también a una idiosincrasia que apenas si conocemos por referencias. Esa cultura ancestral afro que siempre ha resistido y tiene en sus ritos, creencias y cantos un vehículo para lidiar con las adversidades, empezando por la muerte que acecha constantemente en una zona infestada de grupos armados, de los que ya no queda vestigio de alguna ideología o propósito más allá de mantener el dominio de esas economías ilícitas, el narcotráfico y la minería principalmente, que carcomen la región.

Por eso se trata de una de esas películas sin un argumento convencional, pues la historia es apenas ese viaje hacia el final a encontrarse con los suyos, pero la película es todo ese mapa trazado con el recorrido en que don José nos va revelando un paisaje exuberante, rico en vida silvestre, fluvial y vegetal, pero intrincado y lleno de límites y trampas en sus dinámicas de violencia y poderes de hecho. Aun así, con su avanzada edad y en su aparente indefensión, él tiene una autoridad que le confieren las almas de los idos y el respeto por la muerte. Aunque es una autoridad frágil frente a los descreídos. Pero cuando él ya no esté, esa autoridad y ese respeto pervivirán en otros como él a quienes dio ejemplo, también en los ritos ancestrales y en la música y sus cantos, porque la vida siempre prevalece y busca las formas de lidiar y sanarse de la muerte.

Así que estamos frente a una obra más sensorial que narrativa, una pieza que aprovecha la mencionada exuberancia, tanto visual como sonora, para crear una experiencia inmersiva (por eso es ideal verla en una sala de cine) donde imágenes llenas de simbolismo espiritual e idiosincrático y de poesía visual se apoderan de los sentidos del espectador y del sentido de la película, creando una consciencia, más allá de los explícito y lo racional, que nos acerca un poco más a ese universo que a la mayoría nos es ajeno. Aunque siempre habrá unos aspectos que son universales, como la eterna confrontación entre la vida y la muerte o las distintas maneras del ser humano de afrontar tal dicotomía definitiva.

Vidas pasadas, de Celine Song

Una cálida conversación

Oswaldo Osorio

¿Puede existir el amor sin amor? Esta película demuestra que sí. Y eso es lo llamativo y refrescante de ella, que todo el relato y sus dos protagonistas están construidos sobre esta paradoja. El arte en general, y el cine en particular, tienen la virtud de poder hablar de lo que no existe o no está presente, sugiriéndolo o evocándolo, llamándolo de distintas maneras, solo anunciándolo en un provocador y a veces sádico juego de suspenso contra el que nada puede hacer el espectador, tal vez solo ilusionarse con improbables anticipaciones amañadas a sus deseos.

Posiblemente este sea uno de los triángulos amorosos más amables de toda la historia del cine. El amor de una pareja de niños coreanos parece reavivarse veinte años después de que ella emigrara a Canadá y ya estando casada con otro hombre. El grueso de la película es la historia de su reencuentro y de un relato que trata de responder sutilmente preguntas como ¿Se impondrá el destino o la serendipia? ¿Existe el destino en el amor? ¿Cómo saber cuál (o quién) es el verdadero destino en el amor?

Casi toda la narración son largas conversaciones, pero constituidas por unos diálogos tan cotidianos como inteligentes, un constante cruce de ideas, sentimientos y emociones desencadenados por la particular situación y siempre con el amor como pivote de las palabras y las reflexiones, también de los silencios, unas veces incómodos y otras elocuentes. Y en medio, la incertidumbre del desenlace de ese triángulo, así como la contenida impotencia del tiempo pasado o las oportunidades perdidas.

También hay una pregunta por la identidad, pues mientras ella es coreana, canadiense y neoyorquina, él es un coreano que ni habla inglés. Aquella célebre frase de Rilke que dice que la verdadera patria es la infancia, parece puesta a prueba aquí, porque ella no ha podido desprenderse de esa patria, pero tampoco está muy convencida de si todavía pertenece a ella, porque tiene otras patrias y otros amores. Todos esos dilemas y dudas, así como la seguridad de lo que se siente y la vacilación sobre lo que se debe hacer, están delicadamente desarrollados en este relato con palabras, titubeos, miradas o los dedos a punto de tocarse en un viaje en metro.

Vidas pasadas (Past Lives) es una deliciosa y agridulce fábula de amor y desamor, un permanente contraste de sentimientos opuestos donde toda su elaboración, principalmente los diálogos y la construcción de los personajes con su relación, está finamente equilibrada, pulida en sus detalles y llevada de principio a fin como si fuera una cálida conversación con alguien con quien uno se siente muy a gusto.

El vaquero, de Emma Rozanski

El cosmos debajo de una cama

Oswaldo Osorio

¿El caballo hace al vaquero? Si se tiene la determinación, sí. Y bueno, también es posible con una yegua. O al menos eso piensa Bernicia, una silenciosa y reservada mujer adonde quien llega una yegua extraviada cerca al restaurante donde trabaja. Emma Rozanski, cineasta australiana radicada en Colombia, escribe y dirige esta historia donde, con ese peculiar encuentro, elabora un original relato, el cual está más interesado por construir un singular universo y unos entrañables personajes que por desarrollar un argumento de manera convencional.

Ese universo propuesto aquí está poblado de mujeres (es un misterio por qué el título está en masculino), quienes mantienen unas afectuosas relaciones, las mismas que se desarrollan en un paisaje rural tan tranquilo y cálido (emocionalmente) como ellas. No es el árido oeste norteamericano, homenajeado e idealizado con cariño por esta película, sino las montañas de Ubaque, Cundinamarca. En este contexto, Bernicia paulatinamente se transforma en un inesperado personaje, el cual es acogido por ese entorno femenino con la naturalidad de quien acepta la más trivial decisión de un ser querido, aunque le advierten que el “mundo exterior”, es decir, el de los desconocidos y tal vez el de los hombres, no lo van a aceptar de la misma forma.

Esa transformación tiene su origen en una particular conexión de Bernicia con la naturaleza y en una introspección que parecen darle un poder sensorial diferente. Es por eso que, a través de ella, es posible adentrarse a una distinta percepción del mundo y de las relaciones, más sosegada, sensible y hasta espiritual. Por eso piensa con amorosa nostalgia en los vaqueros, pero no los que andan cabalgando como locos dando balazos, sino los que miran atardeceres, los que acampan junto al fuego y tocan la armónica, como ella misma ha empezado a hacer.

Y es que, para conquistar al lejano Oeste, primero hubo que encontrar una necesaria armonía con la naturaleza, y el punto de partida fue la comunión con los caballos. Por eso esta yegua, que nunca tuvo nombre, es la que dispara (sin balas) esa conexión de Berni con el aire libre, incluso con la soledad, aunque no hasta el punto del aislamiento. Los lazos familiares continúan, en especial con su divertida y cariñosa prima, pero también tantas personas, por más queridas que sean, es un bullicio que interfiere con otros placeres mínimos, pero casi sublimes, como sentir el detallado silencio de la naturaleza, acariciar una planta, ponerse un sombrero o prender un fuego. Solo con esa actitud es posible ver el cosmos debajo de una cama o en la mierda de una yegua.

Se trata, entonces, de una obra callada y entrañable, como su protagonista, una película que, a partir de una improbable conexión –entre la dependienta de un restaurante con el western– crea un tranquilo y sensible relato que aboga por el sosiego, la sinergia con la naturaleza, la sabia introspección y el placer de las cosas simples.

Una madre, de Diógenes Cuevas

La locura y la desesperación

Oswaldo Osorio

La búsqueda del padre o de la madre es una constante del cine latinoamericano. En una cultura en la que la familia es fundamental, pertenecer a una es un imperativo de cualquier sentido de identidad. Las razones de la ruptura del núcleo familiar suelen ser el abandono o la separación de los progenitores, pero en esta película el motivo tiene un componente adicional que le da una mayor fuerza dramática, así como una carga connotativa a esos temas de la búsqueda, la identidad y la familia.

Luego de morir su padre, un joven parte en busca de su madre que se encuentra recluida en una institución mental. El encuentro se torna en fuga y luego en otra búsqueda, pero ya entre madre e hijo y sin las certezas de una dirección escrita en un papel. Se trata, entonces, de una suerte de road movie de dos seres dañados, cada uno a su manera, a través de verdes campos y montañas. Y como en toda road movie, el recorrido, la compañía siempre sometida a tensiones o conflictos y los encuentros con extraños en esa travesía, inevitablemente siempre nos están diciendo algo nuevo de los personajes y de la transformación de su relación, es decir, Diógenes Cuevas en su ópera prima sabe utilizar este recurso para desarrollar a esos personajes, emociones y sentimientos que pareciera sentir tan cerca.

Lo primero que se pone en evidencia es la situación adversa de ella: como mujer, como madre y como enferma mental. Los indicios de la historia, proporcionados con sutileza por el relato, dan a entender que la suya ha sido una vida arrinconada por la represión del machismo y del sistema, representado ya sea por el matrimonio, el patriarcado o las instituciones “médicas”. Históricamente las mujeres han sido tildadas de locas cuando son diferentes o por querer ser libres. Y claro, a veces terminan volviéndose locas porque las tratan como tal, así como aquel personaje de García Márquez que entró a un manicomio y solo quería hacer una llamada.

El hijo, por su parte, también tiene sus angustias y pesares, aunque lo fundamental es recuperar a su madre, pero el rescate que ejecuta en aquel opresivo lugar regentado por monjas es apenas una recuperación a medias, esto es, de su integridad física, porque luego tendrá que lidiar con un improbable rescate de su cordura, su memoria y esos sentimientos que son la razón de ser de sus anhelos de hijo sin madre. En este proceso esas angustias y pesares se incrementan, dimensionando aún más el vacío y las carencias de este joven.

Así que se trata de un contrapunto entre los desvaríos mentales de ella y la angustia y desesperación de él, lo cual define la dinámica de una relación que tiene pocos momentos de sosiego. Incluso en el episodio en el que se topan con ese inverso espejo de ellos, aquel padre que tiene sometida a su hija, las premisas de su relación se enfatizan: la condición femenina oprimida y casi sin salida, el mundo de los hombres imponiendo sus reglas, el hijo defendiendo a la madre y tratando de encausarla en una normalidad que parece inalcanzable y la madre sintiéndose siempre fuera de lugar. Todo esto contribuye con un creciente drama donde las emociones se intensifican para dar cuenta, de forma consecuente y sin artificios, de unos sentimientos capitales como el amor filial, la desesperanza y la impotencia.

El relato transcurre en medio de la permanente contradicción entre lo que se puede leer como un intimismo, por la relación de los personajes y el estado de adversidad que los vincula, pero desarrollado “a cielo abierto” y en medio de un constante sobresalto en las emociones y de esa desesperada huida. A ese vínculo e intimismo contribuye en mucho la conexión y desempeño entre la pareja de actores, Marcela Valencia y José Restrepo, quienes sostienen la película hasta ese final arrebatador, que no podía ser otro y que termina definiendo con elocuencia y contundencia a ambos personajes y lo que ellos representan.

 

Un varón, de Fabián Hernández

Los hombres sí lloran

Oswaldo Osorio

“Hable como un hombre”, “Sea macho” o “Pórtese como un varón” fueron frases que uno escuchó cotidianamente en su entorno mientras crecía. Aún en estos tiempos en que hay una mayor consciencia entre cierta parte de la población, los medios y la institucionalidad por cuestionar la masculinidad tradicional, el machismo y las imposiciones del heteropatriarcado, persisten estas y otras expresiones en la vida diaria, sobre todo en contextos donde están más erosionadas o de plano no existen estructuras como la familia, la educación y el Estado.

Esta película, escita y dirigida por Fabián Hernández, habla sobre esa visión de la masculinidad, y lo hace de manera más enfática al ponerla en un medio marginal, hostil y violento, definido por la precariedad en la civilidad y hasta en la moral. Se trata de las calles de los barrios marginales de Bogotá, donde impera la ley del más fuerte y constantemente es puesta a prueba la hombría. Por eso este parece ser el principal conflicto de su protagonista, Carlos, un joven escuálido, callado y de voz delgada, a quien la calle se lo puede comer entero si se descuida, si no se porta como un varón.

Pero la elección de este personaje con tales características es, justamente, la base de la propuesta de esta película, la cual desafía esos estereotipos y los hace más evidentes por medio de la esmirriada pero decidida presencia de su protagonista y del actor que lo encarna (Felipe Ramírez Espitia). Y va aún más allá, también lo reviste de una sensibilidad que parece incompatible con ese entorno duro y constrictor en el que se mueve, una sensibilidad que se manifiesta de manera más clara en su único anhelo: que su familia esté reunida, que su hermana deje su trabajo de prostituta y su madre salga de la cárcel, dos circunstancias casi insalvables en términos reales. Ese es el verdadero y más desgarrador conflicto de él y de la película misma.

Pero ese medio ambiente de la calle y el desamparo en que vive Carlos no deja que esa sensibilidad y casi debilidad por el amor filial afloren, en cambio, lo reta constantemente con amenazas y cuestionamientos a su hombría. Pero todo esto, el relato lo presenta de manera sobria, sin alharacas ni trifulcas, incluso manteniendo la consabida violencia de las historias contadas en este contexto en el fuera de campo y apelando en su narración, mejor, a la cotidianidad del protagonista y a esa permanente tensión emocional entre sus sentimientos y el temple que lo rodea.

En este sentido, también hay que destacar el tipo de realismo por el que se decanta esta película. Es un realismo diferente al que estamos acostumbrados a ver en el cine colombiano, ni tan sucio ni con esos devaneos con el lirismo, tampoco con la violencia explícita y gritona, menos con la crítica social asomándose entre cada fotograma. El realismo de esta película es más sutil y sencillo, sin que esto quiera decir que no cuida su imagen, lo cual hace con equilibrada precisión, desde sus encuadres hasta el manejo de la luz. Solo que hay una suerte de honestidad en el realismo que propone esta película, porque no asume poses o estiletes, aunque lo que plantea necesariamente es un estilo, de cierta forma inédito, sin mediaciones académicas o cinéfilas, y en buena parte por eso resulta tan cercana y reveladora su historia.

Aunque Carlos se repita, como otra de esas frases impuestas por nuestra cultura machista, que los hombres no lloran, su sentir y su desamparo filial lo traicionan constantemente. Tampoco está dispuesto hacerle el juego a la violencia, no por debilidad, sino porque es un gesto que no va con su sensible humanidad, revelada de manera contundente en ese agónico travelling final y en la decisión que termina definiendo quién es él realmente, aunque eso implique la agudización de su conflicto, porque por progresistas que parezcan estos tiempos, en la Colombia profunda y en la profundidad de las calles, siempre le van a exigir a cualquier hombre que sea un varón.

Un completo desconocido, de James Mangold

No apta para fans (crítica y playlist)

Oswaldo Osorio

La recepción de los biopics sobre músicos puede estar dividida en dos grandes grupos: quienes poco o nada conocen de ellos y quienes son fanáticos o expertos. Para los primeros, casi cualquier película realizada decentemente, por lo general, resulta informativa, entretenida y hasta reveladora; mientras que los segundos quisieran ver o conocer algo más de lo que ya mucho saben, algo así como un punto de vista diferente o que logre desentrañar el misterio de su arte y, con eso, contribuir a ampliar o profundizar ese gusto ya adquirido.

En este caso, me tocó pertenecer al segundo grupo, al punto de, como anticipación a este estreno, repetirme un par de documentales sobre Bob Dylan y repasar una buena tanda de sus casi cincuenta álbumes. Por eso, ver esta película, que se ocupa de los años más conocidos del músico, de esos años definitivos en que contribuyó a cambiar la música, fue como dar un paseo por el vecindario de siempre con la esperanza de, eventualmente, ver al menos asomarse por alguna ventana a alguien nuevo. Casi nadie se asomó.

La película empieza con la visita a su ídolo Woody Guthrie y termina con la histórica “electrificación” de su música en el Festival de Newport, es decir, sin duda los dos momentos más conocidos de la vida de Dylan (no cuenta el Nobel de literatura, porque ni fue). En medio está su relación con dos mujeres, entre ellas Joan Baez, y su llegada al estrellato. Entonces, como materia prima argumental es, para el conocedor, harto obvia y tal vez tediosa, pero para el no iniciado, resulta ser la historia de éxito que probablemente también siempre ha visto con otros músicos. No obstante, el arte y la personalidad de Bob Dylan son tan fuertes, así como los relatos de triunfo tan infalibles, que termina siendo una película entretenida, para cualquiera de los dos tipos de espectadores, porque en ella todo está concebido con inteligencia y equilibrio.

El buen oficio de James Mangold hizo esto posible, porque es un director que en sus inicios parecía un prometedor autor del cine estadounidense, con cintas como Heavy (1995) y Copland (1997), pero que luego terminó dirigiendo los productos más disímiles, desde comedias románticas y westerns hasta películas sobre carros de carreras. Aunque realizó también Walk the Line (2005), el celebrado biopic sobre Johnny Cash, el cual seguramente contribuyó a que este nuevo proyecto musical fuera tan bien concebido y recibido.

La prueba de que se trata de una película calculada para el gran público y no tanto un relato auténticamente interesado por elaborar un retrato del músico que no fuera obvio y reiterado, es que su columna vertebral es la relación con las dos mujeres, lo cual le da emoción a la historia e intensidad dramática, pero a costa de excluir asuntos más significativos de este hombre como artista, así como el gran impacto que tuvo en su tiempo y la lectura que sus letras hicieron de la sociedad de entonces.

De manera que esta película es como la versión telenovelada y glamurosa de un circunspecto hombre que poco tuvo de galán y que fue uno de los principales puntales de la contra cultura en Estados Unidos. Que Timothée Chalamet, la estrella de cine y de las alfombras rojas del momento, lo haya encarnado, sustenta tal aseveración, aunque es necesario reconocer el convincente trabajo que hizo, ya sea proyectando la figura del artista como interpretando su música, tanto con su voz como con los instrumentos.

Así que, para el espectador que no es cercano al viejo Bob Dylan, tiene en esta película su versión más joven y exitosa, entonces seguramente  se la pasará de maravilla viéndola y, por qué no, aquel gane un nuevo y ferviente seguidor; si es un cultor entregado, tal vez lo mejor sea revisitar I’m Not There (Todd Haynes, 2007), esa atípica y sorprendente película en que se cuenta la historia de vida del músico (más completa, compleja y poética) utilizando a seis actores distintos (Cate Blanchett incluida); o también volver a escuchar sus mejores canciones… que no las buenas de siempre, sino otras como: I Want You, One More Cup of Coffee, Make You Feel My Love, Man Gave Names to All the Animals, Lay Lady Lay, Not Dark Yet, The Killed Him, Love Sick…

Ratas de alcantarilla (por dos)

Oswaldo Osorio

Los niños de la calle ha sido uno de los grandes y constantes motivos del cine latinoamericano. Desde Los olvidados (Buñuel, 1950), pasando por Crónica de un niño solo (Favio, 1965) y Gamín (Durán, 1977), hasta Pixote (Babenco, 1981) y La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), casi cada cinematografía de la región tiene su buen puñado de cine con este adverso y delicado tema. Adverso porque las condiciones materiales y afectivas de estos niños nunca dan para relatos felices, y delicado porque siempre habrá el riesgo de caer en los territorios de la pornomiseria o de la mirada lastimera y condescendiente.

En casi todos estos relatos, por supuesto, la aproximación realista se impone, pero suele haber, en mucho o poco, gestos de fantasía y delirio, dada la naturaleza de los personajes. En esta película de Carlos Zapata, a quien ya se le reconoce un estilo intenso e irreverente (algo punketo incluso) por sus películas Pequeños vagos (2012) y Las tetas de mi madre (2015), esa fantasía y delirio están en el centro de su propuesta para hablar de los niños de las alcantarillas de Bogotá.

Se trata de la historia de Titi, un gamín que, a pesar de su corta edad, tiene un particular carisma, además de un grupo de amigos, entre ellos un hermano y algo así como una novia. Lo primero que propone Zapata, quien también es también el guionista, es un relato más de personajes que de historia, pues el argumento está compuesto por el ir y venir de ellos en las usuales actividades: limpiar vidrios en los semáforos, mendigar, aspirar pega y deambular por la ciudad. Pero el grueso de las acciones está concentrado en las relaciones que establecen entre ellos y en sus diálogos.

Entonces, aunque el universo visual de la película es potente, con toda la ciudad como escenario de fondo y una cuidada puesta en escena en cuanto al vestuario y maquillaje principalmente, es en la palabra donde radica la fuerza expresiva y significativa de la obra, así como lo que define a los personajes. Lo primero que golpea fuerte (aunque es conocido de otras películas, pero en esta se hace más evidente) es la carga de violencia y hostilidad que hay en la cotidiana comunicación entre estos niños. No importa si son amigos o si se trata de la circunstancia menos conflictiva posible, la agresividad para con el otro y la actitud de estar siempre a la defensiva son la gramática de su voz.

Esto, claro, es reflejo de su vida y entorno, de una existencia en la que han tenido siempre que valerse por sí mismos y de un mundo donde tienen que defenderse constantemente y cada quien es su única protección, y ante la ausencia de fuerza, buenas son las palabras. Tienen a su grupo de amigos, es cierto, pero aun así, el individualismo se impone muchas veces y, aunque no haya agresión física, la verbal está a flor de lengua. Pero lo impresionante de esta dinámica de su lenguaje es la contradictoria manera como se combinan, orgánica y fluidamente, las actitudes y gestos de hostilidad e insulto con los de solidaridad y fraternidad. Todo esto, por supuesto, cabalgando sobre la farragosa jerga propia de la calle, para la que hay que estar atentos a inferir o descifrar su intrincado glosario.

Ahora, esa lucha por la supervivencia diaria está enmarcada en el gran conflicto social que significa su desamparo, tanto de los vínculos familiares como de la institucionalidad. Pero hay otro conflicto más específico, del que el relato hace su punto más dramático y reactivo: La incineración de las alcantarillas, con estos niños adentro, como un acto de “limpieza social”, el cual tiene su propia y criminal declaración: “Las alcantarillas son para el agua, no para las ratas”. Es así como Titi pierde a sus amigos, quienes pasan a un segundo plano a deambular, por el relato y por la ciudad, como tiznados fantasmas que ya ni pueden decir groserías, porque donde están, ya no necesitan la violencia del lenguaje para defenderse.

Pero Titi no se quedará solo, porque empieza una amistad–noviazgo con La Ratona, una joven que ve en él a un compañero para ir al “paraíso”. Y este concepto tiene varios sentidos en el relato: físicamente, es un mejor sitio donde podrán vivir (lejos de los pirómanos asesinos), es igualmente un estado mental que flirtea un poco con la fantasía, y también un lugar espiritual a la manera de la tradición católica. Incluso es una imagen: el cartel de un hotel cinco estrellas con ese nombre.

Es entonces con esto que se empieza a complicar (y a enriquecer) el relato, pues la relación con ella hace más complejo al protagonista, en tanto se activan otros aspectos, como su contradictoria actitud frente a su individualismo y el deseo de tener compañía, o la ambigua presencia de su grupo de amigos, o sus deseos a futuro ante las propuestas de La Ratona. Así mismo, el juego con la fantasía (o el delirio) se evidencia en distintas ocasiones de manera alegórica y lírica, dando lugar a escenas muy importantes para el sentido del relato y en las que el espectador debe saber leer el código de la película o elegir cuál cree que puede ser el significado de la historia y el papel de los personajes.

El asunto es que este último aspecto depende de las dos versiones que tiene esta película, porque está el “boceto” liberado en internet por su director con la advertencia de que es “la versión fidedigna de la obra original”, y está la versión de los productores, con la factura y el acabado general del último corte para salas (ver al final el link donde se pueden ver ambas versiones).

En términos generales, las dos versiones no difieren en mucho cuando se trata del universo del relato y los personajes, así como de la denuncia y esa mirada afectiva que hacen sobre los niños de las alcantarillas. No obstante, hay otras diferencias sustanciales, en cuanto a las escenas incluidas o no, lo cual determina unos cambios significativos en la comprensión de la historia. Pero la gran diferencia, es que en el boceto del director el personaje de La Ratona existe realmente y, en la otra, es solo producto de la imaginación de Titi, con todas las implicaciones que esto tiene en relación con la historia y el personaje, empezando por lo decepcionante que suele ser para el público saberse “engañado” todo el tiempo con lo que le acaban de contar.

Así que, como sería de esperar, la versión del director parece más clara y directa con lo que quiere decir, incluyendo el sentido lírico y entrañable que desarrolla con la relación entre la pareja de personajes principales; mientras que la otra versión tiene elementos de mayor impacto para con el espectador en general, como el uso de ciertas canciones, el lamento a gritos de la violación, la madre llorando o el preciosista viaje en bote, es decir, no parece tanto una película de Carlos zapata, ya que hay dos para compararla.

Son dos versiones de una historia y una sola premisa verdadera: la dura realidad de estos niños contada en clave lírica y emotiva y mirada desde unos recursos y tics propios del cine de ficción, que unas veces logra un acercamiento honesto y otras veces se pasa con sus artificios.

 

BOCETO DEL DIRECTOR CARLOS ZAPATA:

 

CORTE FINAL DISPONIBLE EN RTVCPLAY: